Sobre la transformación

Sobre la transformación

Un nuevo artículo que he publicado en la revista homonosapiens que se titula: Sobre la transformación.

Me viene a la cabeza todas las veces que he escuchado a alguien hablar sobre la urgencia de un cambio en su vida. Es como un mantra que deambula, va y viene, incesantemente, en diferentes formatos: “necesito un cambio”, “necesito que cambies”, “es necesario que el mundo cambie”. El denominador común de estos tres tipos de demanda es que se sustentan en una creencia que predica que mi plenitud reside en última instancia en los demás o en el exterior. En la sociedad actual, para poder saciar esta necesidad de cambio, se vende mucha actividad y muchos productos que nos prometen paraísos terrenales y cambios para “mejorar” nuestra vida. Sin embargo, aunque exista mucha circulación de actividades hay muy poca experiencia. Viajamos, por ejemplo, buscando una experiencia que nos llene y, en muchas ocasiones, volvemos con las maletas repletas de cosas, comprobando, al mismo tiempo, que tan rápido como se llenan también se vacían. Si supiéramos que cuanto más buscamos menos hallamos lo que anhelamos, nuestra vida sería otro cantar: supondría la posibilidad de empezar a crear bellas melodías en sintonía con el latido del Universo. ¡Nos cuesta tanto descansar en la quietud! Tanto movimiento y actividad que no nos permite ver que es en la quietud desde donde podemos atisbar la transformación. A través palabras de Lao Tzu en el Tao Te King se muestra esta idea:

Sin salir más allá de tu puerta, puedes conocer los asuntos del mundo.

Sin asomarte a través de la ventana, puede ver al Tao Primordial.

No es necesario viajar más lejos para conocer más.

Así pues, el Sabio conoce sin viajar, ve sin mirar, y logra sin actuar.

No es lo mismo un cambio que una transformación y, no todos los cambios implican que haya una transformación. Resulta, pues, necesario distinguir entre cambio y transformación. La filosofía antigua arroja luz a esta distinción cuando concebía la filosofía como una forma de vida, que se alejaba de un conocimiento meramente intelectual, para dar lugar a una “sabiduría” que comprometía a la existencia entera y permitía vivir al hombre en unidad con el cosmos. A diferencia de los cambios que son temporales, la transformación, pues, abarca todo el ser. No se limita a alterar el orden de las cosas para conseguir un resultado, o en el que sustituimos una cosa por otra para adaptamos a una nueva situación. En la transformación el cambio emerge desde de nuestro interior, socava lo más profundo y va a la raíz de mi visión de la realidad: comprendiendo cómo y desde dónde vivo emerge una mirada nueva que impulsa la creación de un nuevo sentido. Por ejemplo, tenemos el caso de una persona que se encuentra insatisfecha, hastiada y desmotivada con su trabajo. Decide cambiar de lugar suponiendo que un cambio de compañeros y de lugar podría suponer una solución. Pero, por qué no se plantea, qué es lo que necesita de verdad, si ese trabajo está expresando lo mejor de sí mismo, si se están movilizando sus mejores cualidades, si se corresponde con lo que da sentido a su vida y, por tanto, va en sintonía con la alegría (en términos de Spinoza) y la plenitud. Los estoicos, sabían mucho de todo esto, y sabían cómo dotarnos de la mejor versión de nosotros mismos. Los cambios transformadores se producen cuando prestamos atención a lo que depende de nosotros y, además, vivimos en confluencia con la realidad, aceptando que no podemos tener control sobre lo que acontece. Una filosofía que orientaba sus prácticas  hacia una mayor consecución de libertad interior.

El verdadero cambio que nos transforma es el que surge de lo más genuino y profundo de nosotros mismos. Esto supone una indagación introspectiva que favorece la consecución de una mejor comprensión de la realidad, a través de la búsqueda de la verdad, en la que se cuestionan las interpretaciones que distorsionan nuestra mirada y, que permite “vivirnos” desde quienes ya somos. Los cambios no se producen sin una entrega a la realidad tal como es. Se trata, pues de mirar lo que está pasando, sin negarlo o rechazarlo. Es estar presente sin establecer juicios que provengan de expectativas, exigencias o de ideales. La entrega se traduce en una confianza incondicional en la realidad y, por tanto, en una ausencia de conflicto entre el yo y la realidad. Y, a eso no se llega desde un empeño o un querer del intelecto. Estamos muy lejos, pues, de posiciones voluntaristas, de un esfuerzo para ser mejores o cambiar, sino ante una invitación para emprender la experiencia de la unidad. Como dice Jäger Willigis en su obra “Sobre el amor:

En la senda espiritual, la ética surge en la persona no de buenos propósitos y de apelaciones a la voluntad, sino de la experiencia de la unidad. La persona se transformará hasta en lo más profundo de su ser. Esto trae consigo una transformación de la conciencia y de una visión del mundo que supera el estrecho círculo del yo. La persona abandona su egocentrismo e individualismo, y se experimenta como parte de un gran todo.

El cambio transformador se da, por tanto, cuando rompemos con esa inercia a vivir separadamente del mundo. Y, esto no puede darse si estamos atrapados en el tiempo psicológico-egótico o en el cronológico. La transformación se da en un presente atemporal. Krishnamurti en su obra “Vivir de instante en instante” lo expresa a través de estas palabras:

El hombre que confía en el tiempo como medio por el cual puede lograr la felicidad, comprender la verdad o Dios, sólo se engaña a sí mismo; vive en la ignorancia y, por lo tanto, en conflicto. Pero el que ve que el tiempo no es la salida de nuestras dificultades, y por lo tanto está libre de lo falso, un hombre así, naturalmente, tiene la intención de comprender; su mente, por consiguiente, está serena espontáneamente, sin compulsión, sin prácticas. Cuando la mente está serena, tranquila, sin buscar respuesta ni solución alguna, sin resistir ni esquivar, sólo entonces puede haber regeneración, porque entonces la mente es capaz de captar lo que es verdadero; y es la verdad lo que libera, no vuestro esfuerzo por ser libres.

Siguiendo esta idea, es evidente que ha sido bastante recurrente en Occidente la búsqueda de cambios como sinónimo de progreso, haciendo un uso -más que cuestionable y harto criticado- de la razón instrumental. La voluntad aquí se halla sometida a una creencia de que el cambio es sinónimo de progreso, entendido como un ideal que nos proporcionará la felicidad en el futuro. Un ideal que está fundamentado en una deficiente comprensión radical de la realidad, puesto que la felicidad se da cuando vivimos en confluencia con el sentido de la Vida, del Logos, el Tao, el brahman… Volviendo de nuevo a Jäger Willigis: afirma que el verdadero progreso es el origen y, por tanto, el regreso. Para explicar esta idea la relaciona con la parábola del hijo pródigo que, según sus palabras, “ilustra magistralmente la historia de nuestra transformación”. Al igual que el hijo pródigo, quien simboliza el ego que actúa de forma narcisista, hemos abandonado la casa del padre, quien simboliza la esencia de nuestro ser, nuestra patria. En consecuencia, hemos olvidado quiénes somos en realidad. Esto, evidentemente nos produce dolor que resulta de la consecuencia natural de la separación de nuestra verdadera esencia. Siguiendo las palabras del autor dice lo siguiente:

Parece que debemos atravesar primero por la separación, el dolor y la necesidad, antes de estar preparados para regresar a nuestra verdadera patria. Con frecuencia es el dolor, el fracaso, lo que nos hace recobrar la conciencia y lo que nos recuerda nuestra meta verdadera. En la historia se trata de la casa del padre, queriendo señalar con ello nuestra esencia verdadera, el regreso a la unidad con el fundamento primordial de la vida.

La transformación implica, pues, descubrimiento. Parafraseando las célebres palabras de Proust: «El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos«. Una mirada que es equivalente a estar atentos y, que no es otra cosa, que tener cuidado de nosotros mismos y, por tanto, del mundo. En esa mirada lúcida y penetrante está el germen de la transformación, que se sitúa en las antípodas de esos cambios que circulan en los mercados perecederos del Ser. A diferencia de lo que se enseña en las facultades de Filosofía, para llegar a la transformación no se requieren grandes dosis de erudición, pensamiento ni grandes dotes argumentativas, sino una mirada desnuda y limpia que despoja al mundo de filtros, retoques y capas de maquillaje. Desde allí, entregados en la quietud del silencio, paradójicamente, no nos encontramos solos sino reconciliados con la vida y con el mundo porque estamos de nuevo en casa. Por último, estas palabras de Nisagadartta en su obra Yo soy eso:

Siéntase perdido! Mientras se sienta competente y seguro, la realidad está más allá de su alcance.

A menos que acepte la aventura interior como modo de vida, el descubrimiento no llegará a usted.

Olvide sus experiencias pasadas y sus logros, quédese desnudo, expuesto a los vientos y lluvias de la vida y tendrá una oportunidad.

Leer más en HomoNoSapiens| Café filosófico: ¿Por qué sufrimos?  Sobre el pensar y el sentir Sobre la gratitud

Sobre la gratitud

Un artículo que he publicado en Homonosapiens que se titula: Sobre la gratitud.

Nuestros padres nos han enseñado desde muy pequeños que es de buena educación dar las gracias y es de mala educación el no hacerlo. Con ello me estoy refiriendo a una educación que está vinculada a la obediencia, al deber, a lo correcto. Pero, más allá de una educación meramente formal, que considero necesaria en cuanto propicia una mejor convivencia, se da otra acepción de la gratitud desde una dimensión más profunda y radical en nuestra existencia, que es lo que trataré de hilvanar a continuación, y que no pretende, en absoluto, substituir o negar la anterior, sino nutrirla y enriquecerla.

Primero de todo, quiero recalcar que una de las cuestiones que más me ha dado que pensar, en mi trabajo de autoconocimiento, ha sido el de la gratitud, y es en el que he intentado -e intento- poner más luz. Partiré, pues, de mi singular experiencia para profundizar más en la cuestión. Recibí una educación en la que me dijeron que dar las gracias suponía deber algo a alguien o, en caso contrario, que me debían algo si me las daban a mí. Y, aunque, es cierto que prefería que me debieran antes de deber yo algo, pude vislumbrar que, en realidad, la gratitud tiene que ver mucho con el amor. En este caso el amor es colocarse de alguna manera en la posición del dar, pero no de un dar que espera algo, que exige algo, sino de un dar incondicional y que se “abre” también al otro: “no hay un dar sin recibir”. La gratitud, pues, parte de ese querer sin condiciones, expectativas y exigencias. La gratitud, por tanto, tiene que ver con el amor, con el amor que soy, que somos, con la unidad con el Todo. Jäger Wiligis en su obra Sobre el amor nos dice:

Más bien (el amor) intenta hacer accesible un territorio para la unión íntima, que supere ampliamente el «Yo te amo» y el «Tú me amas». Se trata del terreno de la unidad con todos y con cada uno. Supera la visión antropocéntrica del mundo y nuestro egocentrismo. Coloca en el foco de atención las verdades de fondo y hace que sean accesibles nuestros lazos con las causas más profundas de nuestro ser. Aquí no se experimenta el yo como algo separado de todo lo demás, sino como una ola del océano.

En el acto de agradecer más genuino se da, pues, un reconocimiento de algo. Recibimos lo que se nos da, o se nos presenta, como algo valioso y, a la vez, expresamos ese reconocimiento de forma íntima y/o verbal. Y, ahí viene uno de mis campos de batalla más encarnizados: ¿cómo voy a reconocer esos actos que resultan dolorosos, injustos o aberrantes? Y, haciendo referencia en nuestro contexto actual al coronavirus, ¿cómo vamos a agradecer que amenace un virus nuestra vida y nuestra estabilidad económica? De primeras, resulta de poco sentido común e ilógico agradecer lo que aparentemente nos daña; aunque es bien sabido, que el sentido común y la lógica no siempre van de la mano de la verdad más profunda y radical. Se acepta, de forma generalizada, por tanto, una creencia basada en que es de agradecer lo «positivo» y lo «agradable», pero no lo que sentimos que nos «pesa» o limita. Normalmente, se entiende como algo que nos aleja de la vida buena, y que emerge de concepciones simplistas de la felicidad, que no atienden a abrirse a todas las dimensiones de la vida. Sin embargo, no hay alegría sin transitar la tristeza de momentos dolorosos, ni tampoco haber aprendido de las dificultades. Y eso es, cuando ocurre evidentemente, es de agradecer, porque comporta más comprensión y, por tanto, más verdad. Nietzsche, en la Gaya ciencia nos da un buena lección de ello:

Vivir: esto significa para nosotros transformar constantemente en luz y llama todo lo que somos, también todo lo que nos afecta, y no podemos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo que concierne a la enfermedad, ¿no estaríamos casi tentados de preguntar si podemos siquiera prescindir de ella? Sólo el gran dolor es el liberador último del espíritu… Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que somos quemados como madera verde, por así decir, nos fuerza a nosotros filósofos a descender a nuestra última profundidad y a despojarnos de toda la confianza, de toda la placidez, de todos los velos, de la gentileza y la mezquindad en  las que tal vez hemos instalado nuestra humanidad. No estoy seguro si el dolor nos «mejora», pero sé que nos vuelve más profundos.

El agradecimiento desde la filosofía sapiencial está íntimamente unido con “vivirnos” desde nuestra identidad última y más profunda, que no es más que nuestra capacidad de amar, comprender y crear, cualidades esenciales del ser humano. Desde este lugar es desde donde podemos hacer posible un cambio de mirada para poder ejercitarnos en el agradecimiento más profundo: en contemplar como la Vida se manifiesta a través de nosotros. Se nos hace evidente que no tan solo nos conforma lo que nos conmueve y nos alegra, sino también lo que nos entristece y nos da miedo. En todo ello se encuentra la posibilidad de profundizar y ahondar en la realidad del ser humano, que es, esencialmente, la misma en todos los seres humanos. Y en ese reconocimiento profundo de quiénes somos es donde se nos hace evidente que la Vida nos posee y se manifiesta a través de nosotros. Agradecer íntimamente esto es todo un ejercicio vital que nos remite a la vida buena.

La mejor expresión de nosotros viene, por tanto, a través del reconocimiento esencial de quiénes somos y, de ahí surge el agradecimiento más profundo y genuino. No en vano, se difundió en los clásicos, entre ellos a Sócrates, la práctica del autoconocimiento con el objetivo de ahondar en el conocimiento de la realidad humana. Esa ingente tarea de muchos pensadores, para dar más luz a nuestra conciencia, es también otro motivo de agradecimiento, ya que nos muestra la idea de que en nuestro interior se halla la chispa que nos trasciende y que también nos alimenta. Recordando a Pierre Hadot: “a través de la introspección accedemos a la Universalidad del pensamiento del Todo”.  ¿Quién soy yo? Soy anhelo y deseo de verdad y, en esa verdad, reside la evidencia de que soy con los otros y con el mundo que me sostiene. Para agradecer, pues, es necesario abrir bien los ojos. Es aquí donde radica la actitud filosófica de un saber vinculado a un “despertar”. Miremos, pues, el mundo con esos ojos, “que nos permitan dotar de alas nuestras almas”.  Tal como dice Filón:

Quienes practican la sabiduría están en excelente disposición para contemplar la naturaleza y todo lo que ella contiene; observan la tierra, el mar, el aire y el cielo con todos sus moradores; gozan pensando en la luna, en el sol, en los demás astros, errantes y fijos, en sus evoluciones y si bien a causa del cuerpo están atados aquí abajo, a la tierra, dotan de alas a sus almas a fin de avanzar entre el éter y contemplar las potencias que allá habitan, como conviene a verdaderos ciudadanos del mundo. Rebosantes de este modo de una perfecta excelencia, acostumbrados a no tomar en consideración los males del cuerpo ni las cosas exteriores […] se entiende que tales hombres, en los goces de sus virtudes, pueden convertir su vida entera en una fiesta.

Voluntariado acompañamiento filosófico

Somos un grupo de filósofos dedicados al Acompañamiento o Asesoramiento Filosófico y vinculados a la Escuela de Filosofía Sapiencial creada por Mónica Cavallé. A través de esta página, deseamos prestar un servicio desinteresado a quienes se están viendo golpeados, a nivel existencial, por la delicada situación generada por el COVID-19. Para obtener más información: Acompañamiento filosófico COVID-19

Sobre las buenas preguntas

Sobre las buenas preguntas

Mi nuevo artículo en la revista Homonosapiens que trata sobre la importancia de hacer buenas preguntas que nos llevan a penetrar en la realidad de las cosas y, también, sobre las respuestas que vienen de una escucha atenta y cuidadosa. Es el siguiente:

Actualmente, la mayoría de las personas tienden, de forma generalizada, a ver el mundo desde una mirada resolutiva, buscando soluciones rápidas y fáciles a todo lo que les preocupa, molesta o intimida, preocupados más por resolver que por comprender, indagar y clarificar sus propias concepciones del mundo. Se da, por tanto, una mirada a la vez utilitarista e instrumentalizadora que se dirige a la consecución de buenos resultados en sus acciones, pensamientos y palabras. En este trasiego de miradas que rozan la superficie de la vida, las personas se atiborran de premios, elogios y likes. Esto da lugar a que nuestra identidad se diluya en un baile de máscaras, dirigido por un público que no resulta en absoluto neutral, pues infantiliza y ningunea el criterio propio. ¡Qué lejos estamos así de gozar del presente de forma incondicional, de descansar en el lugar dónde podamos saborear los matices, contemplar los detalles y deleitarnos con la contemplación de  lo simple!

Evidentemente, con ello no quiero negar la importancia de una mirada utilitaria y resolutiva hacia los problemas que se plantean a diario en nuestras vidas, y que resulta imprescindible para gestionar nuestra vida diaria.  Sin embargo, se dan algunos problemas de índole existencial y vital que no quedan resueltos de esta forma. Por ejemplo, por mucho que quiera solucionar un problema de insatisfacción en el trabajo, no lo podré hacer si no me detengo a preguntarme qué es lo que está pasando. Imagínate que este malestar proviene de mi temor a mostrarme tal como soy o que mi valía reside en la valoración y reconocimiento de otros.  Me pueden dar pautas y recomendaciones para que no piense, me relaje o me resigne, incluso para que abandone este trabajo. Pero, probablemente, emergerá de nuevo esa desconexión con mi valía incondicional y propia, cayendo así en una dinámica en bucle, con situaciones que de forma sospechosa convergen en un “ay, siempre me pasa lo mismo…”

En filosofía, la vía propuesta para mirar el mundo es el que se corresponde a una mirada que deviene contemplativa -no discursiva, ni resolutiva, ni enjuiciadora, ni analítica- para permitirnos ver lo que nos cuesta o no queremos ver. Uno de los elementos claves que nos posibilita alcanzar más toma de conciencia sobre la realidad es el arte de hacerse “buenas preguntas”. Con la pregunta, nos situamos en un lado o en otro desde donde mirarnos, contemplar el mundo y a los demás. Estás decidiendo, de alguna manera, cómo vivir tu vida. En palabras de Heidegger:

Filosofar consiste en preguntar por lo extraordinario… y no sólo es extraordinario aquello que se pregunta, sino el preguntar mismo… Todo preguntar es un buscar. Todo buscar tiene su dirección previa que le viene de lo buscado… El preguntar tiene, en cuanto preguntar por… aquello que se pregunta. Todo preguntar por es en algún modo preguntar a…

Es importante distinguir, por tanto, entre preguntas “no muy buenas” que nos dejan indiferentes y, otras, en cambio, que nos conmueven profundamente porque abren nuevas vías para desdibujar los contornos que nos mantienen prisioneros. Si estás atento acerca de qué te preguntas, ante una situación de desasosiego, apatía vital, incertidumbre o confusión, podrás comprender mejor cuáles son tus límites para comprender el mundo. Por ejemplo, si te preguntas cómo solucionarlo, vas a enfocarte hacia el resultado, evitando una mirada que se sumerja de forma profunda en la realidad. Si te preguntas la razón por la que el mundo está confabulado contra ti, vas a contemplar la realidad desde una mirada de víctima. Si te preguntas por qué siempre lo haces todo mal, estás viendo el mundo desde una perspectiva impregnada de frustración, en la que el culpable eres tú.

Hacer buenas preguntas requiere tener una mirada penetrante y lúcida que respete en esencia lo que la filosofía es: amor al conocimiento. La búsqueda de la verdad es el horizonte en el que se mueven las buenas preguntas, para que el interlocutor vaya desde la superficie hacía lo más hondo de su ser.  Se necesita también, estar atento a lo que no acaba de cuadrar, que puede ser sospechoso y que nos lleva a tirar del hilo, para “verlo” mejor. También se necesita querer ver. Aceptar, también, que no hay respuestas exactas, sino comprensiones que nos llevan a adquirir mayor conciencia de la realidad. Nadie mejor que Sócrates para guiarnos en el arte de hacer buenas preguntas a través del diálogo.  Con las cuestiones que lanzaba a sus interlocutores aspiraba a que ellos mismos “diesen a luz”  nuevas comprensiones, sin imponerles cómo habían de pensar o de vivir. Este método se conoce como el arte mayéutica. Platón en el Teeteto hace referencia al método socrático con estas palabras:

Mi arte mayéutica tiene las mismas características que el arte [de las comadronas]. Pero difiere de él en que hace parir a los hombres y no a las mujeres, y en que vigila las almas, y no los cuerpos, en su trabajo de parto. Lo mejor del arte que practico es, sin embargo, que permite saber si lo que engendra la reflexión del joven es una apariencia engañosa o un fruto verdadero.

Por último, en la  filosofía, se ha solido dar más relevancia a la pregunta que a la respuesta. Es evidente, tal como hemos dicho anteriormente, que las buenas preguntas marcan un territorio nuevo a explorar, en el que puedan brotar nuevas comprensiones. Es esa pregunta, que trastoca nuestro interior, la que nos permite entrever un amplio horizonte de nuevos sentidos. Esa pregunta siempre nos aturde y nos vuelve de nuevo una y otra vez. No nos deja tranquilos porque nos está avisando de que  hay algo que necesita ser visto y trascendido. Sin embargo, también podemos hablar en el ámbito filosófico de respuestas cuando las entendemos en este sentido apuntado anteriormente, es decir, como una nueva comprensión que nos acerca a la verdad. La respuesta no la vamos a alcanzar a través del pensamiento, sino a través de la vinculación con ciertas experiencias -un estado de ser-  que nos transforma.

La respuesta, más que buscarla, nos llega, cuando estamos presentes y escuchamos. Supone, por tanto, también dirigir nuestra atención a  lo que moviliza la pregunta en nuestro interior y “escuchar” la respuesta. Según Mónica Cavallé en El arte de ser:

Si se nos hace una pregunta de cierto alcance, solemos creer que, para responder adecuadamente, tenemos que analizar antes lo que vamos a responder y controlar de algún modo nuestra respuesta. Pero lo cierto es que, simplemente estando presentes y escuchando, la respuesta se alumbra sin necesidad de empujarla, controlarla o manipularla. Dirigimos la atención, pero, acudiendo a la expresión oriental, «no empujamos el río». Y dirigir la atención es escuchar. Si escuchamos bien, estando presentes en nuestra escucha, la respuesta surgirá por sí misma. Más genéricamente, cuando en nuestra vida escuchamos la realidad, la situación global en la que nos hallamos, nuestra propia interioridad, a las personas, etcétera, las respuestas adecuadas –palabras y acciones– surgirán; y si alguna de estas acciones requiere esfuerzo y disciplina, el esfuerzo y la disciplina también surgirán.

 

Sobre la nostalgia

Sobre la nostalgia

 

Un nuevo artículo en la revista homonosapiens, que habla sobre la idealización de la nostalgia como estrategia de huida ante una realidad presente que no queremos aceptar.

SOBRE LA NOSTALGIA

Siempre vivimos en el presente (a nivel real) aunque, en algunas ocasiones, no estamos del todo presentes en el momento en el que vivimos (nivel psicológico).  Así, por ejemplo, cuando recordamos un pasado en el que fuimos felices, no por ello dejamos de vivir en el presente sino que, en realidad, vivimos poco presentes porque estamos identificados con una creencia, que podría ser, entre otras, la de que todo tiempo pasado fue mejor.

Para conocer el nivel de presencia en el que vivimos, que no es más que nuestra apertura al sentir del momento, en el que estamos aquí y ahora, os propongo que hagáis una práctica de autoobservación a partir de las siguientes cuestiones: ¿estás pensando lo que sientes en lugar de sentirlo?, ¿revives frecuentemente tu pasado o te proyectas en el futuro? A partir de esta práctica, surgen diferentes posibilidades de estar ausente, en las que se da una disminución de nuestra presencia, entre las que destaco las siguientes: el que vive proyectado en el futuro, por sus preocupaciones, temores, proyección de ideales y fantasías… y, por otro lado, el que vive invocando un pasado, sea porque siempre considera que fue mejor o  porque vive sometido a experiencias vitales dolorosas, que son fuente de culpas y remordimientos.

En la mayoría de ocasiones, detrás de la ausencia, se esconde una voluntad de no querer ver, es decir, nos tapamos los ojos para no abrirnos a una realidad que nos disgusta, y nos resistimos a vivir la realidad tal como es, sin trampas ni cartón. Una de las estrategias mentales que nos aleja de la realidad, es la de las personas que viven bajo la nebulosa de la nostalgia de los felices tiempos que fueron y que no volverán a ser. En este caso, se trata de alcanzar una “falsa felicidad”, que es esclava de ideales y creencias que generan dolor porque nuestra plenitud ya fue, no es, ni podrá ser.  Aspiran a una felicidad que no depende de ellos alcanzarla, puesto que descansa en unas circunstancias que escapan a su control. Buscan en el exterior su plenitud, cuando, en esencia, desconocen -no recuerdan- que todos ya somos completos y, por tanto, plenos. De este modo, si para vivir plenamente en el presente necesitas alcanzar ciertas condiciones que se basan en algunas exigencias como son las de cambiar el mundo, a otras personas o a ti mismo/a, es que andas en un terreno de arenas movedizas, que te aleja, sin ninguna duda, de conseguir la vida buena. A esto se refiere Pierre Hadot en su obra Plotino o la simplicidad de la mirada:

El movimiento de la Vida y su presencia total no pueden fijarse en un punto, sea cual sea. Por lejos que uno vaya hacia lo infinitamente grande o lo infinitamente pequeño, su movimiento siempre nos rebasará, puesto que nosotros estamos en dicho movimiento. A la Vida cuanto más se busca, menos se la encuentra. Sin embargo, cuando renunciamos a buscarla descubrimos que ya estaba allí, puesto que es pura presencia: todo lo que concebíamos o percibíamos como distinto nos separaba de ella.

Por otro lado, si hacemos referencia a la etimología de la palabra nostalgia, ésta alude al dolor provocado por una ausencia que es recordada, que provoca añoranza y melancolía. Una vivencia, que puede llevarnos a estar más ausentes o más presentes aquí y ahora, dependiendo de nuestro nivel de conciencia. La cuestión importante que se nos plantea, por tanto, es cómo vivimos -cómo nos relacionamos- con esta pérdida: si el pasado nos conecta o no con el goce de habitar el presente. Para averiguarlo, pregúntate, esta vez, sobre la relación que mantienes con tus recuerdos más felices a través de estas cuestiones: ¿te proporcionan frustración, remordimientos, culpa, apatía vital, enojo, tristeza?, ¿te alejan de la alegría? En pocas palabras, ¿te alejan de la vida buena? Si contestas afirmativamente, deberías atender a estas “voces” que te indican un camino para transitar, ciertos recovecos oscuros que te impiden avanzar. Pero, como he señalado, también la evocación de estos recuerdos pueden conectarte con la alegría del presente. De hecho, volviendo de nuevo, a Pierre Hadot, en su obra Ejercicios espirituales y filosofía antigua, éste alude a una práctica realizada por los epicúreos como ejercicio espiritual. Para ellos, la existencia humana se consume por temores injustificados y deseos insatisfechos. Es decir, nos producen miedo cosas que no debemos temer y deseamos cosas que no precisamos desear. De este modo, la curación del alma implica liberarla de las preocupaciones humanas y recuperar de este modo la alegría por el mero hecho de existir. Los epicúreos proponen un entrenamiento para relajarse, que nos permita apartar nuestro pensamiento de la visión de las cosas dolorosas y fijar nuestra mirada en los placeres que consiste en lo siguiente: “Hay que revivir el recuerdo de los placeres pasados y gozar de los placeres presentes, reconociendo cuán grandes y agradables resultan”.

Pero, ¿qué sucede cuando el recuerdo del pasado no es un ejercicio para recuperar el único y auténtico placer que es el gozo del ser y nos sumerge en un vida llena de sinsentido, y con muy poca presencia? Es el caso de las personas que viven en conflicto con la realidad, sumidos, por ejemplo, en una tristeza combinada,  a veces, con episodios depresivos. No le ven sentido a su vida, se sienten infelices y su referente de felicidad radica en una felicidad pasada, idealizando el pasado y estando ausentes del presente, el cual se escabulle entre sus dedos. La realidad que les envuelve duele por lo que creen encontrar un refugio en el pasado donde descansar, pero, en realidad, les aleja más de habitar su vida. Recuerdo que una persona, en una consulta de asesoramiento filosófico, me comentaba que cuando se acercaban fechas claves familiares, padecía de momentos en el que el abatimiento y la tristeza le resultaban insoportables, porque no podía disfrutarlas de nuevo. De hecho, decía que en su pasado estaban los únicos momentos en los que había experimentado felicidad y, que nunca había vuelto a reír, ni a disfrutar como antes lo había hecho. Se había desconectado de ella misma. Según sus propias palabras: “sentía un vacío en el pecho”, que no era más que un síntoma de algo no digerido, integrado en su vida.

Para llegar a conectar con el gozo de ser, es del todo necesario “querer ver” y comprender lo que no permite ese goce. Se trata de un mirar -un despertar-, que no resulta en muchas ocasiones nada atractivo para las personas que se encuentran en esta situación. Muchos buscan una solución, una receta rápida que les devuelva la alegría, el sentido en su vida, pero, en el que puedan esquivar el tránsito por lo que creen que les va a hacer sufrir.  Desde la filosofía, no existen curas rápidas, sino que el camino es el que es, sin prisas, no sólo atendiendo a las soluciones o resultados. Como decía Epicteto, en el Manual de vida:

Nada importante se produce de pronto, ni siquiera la uva o el higo. Si ahora dijeras: “quiero un higo”, te responderé que hace falta tiempo. Deja primero que florezca, luego que dé fruto, luego que madure. Si el fruto de la higuera no está a punto de inmediato y en un momento, ¿en tan poco tiempo y con tanta facilidad quieres tú conseguir el fruto del pensamiento humano? No lo esperes ni aunque te lo diga yo.

La vía propuesta, por muchos filósofos,  es la del autoconocimiento, la del conocimiento de sí mismo. No se trataría,  por tanto, de buscar el sentido de nuestra vida fuera de nosotros, sino que es mirando en nuestro interior desde donde podríamos conectar con nuestra plenitud. Es, desde una indagación, como la que proponía Sócrates, dirigida a cuestionarnos creencias del tipo: en este mundo tan horrible no puedo llegar a la felicidad, la vida es sufrimiento sin cesar, la felicidad me llegará cuando consiga algo concreto, las situaciones se modifiquen, o el mundo cambie…, como podemos llegar a tomar más conciencia. Pero, no tan sólo se trata de una indagación de índole cognitiva, sino que  también es una práctica continuada: una ascética de autoobservación, de estar atento a la forma como vivimos, en ver cómo nos relacionamos con la vida, no dejarnos atrapar o identificarnos con los pensamientos, una mente que suele desconectarnos de nosotros mismos y de la realidad. No vivimos en el presente porque psicológicamente nos hallamos sumergidos -en el tema que tratamos de dilucidar- en un pasado que no hemos integrado. Si estás en este caso, observa esta dinámica, sin intentar aferrarte a ella, sintiendo esa tristeza, esa nostalgia. Vívela sin estar sujeta a ella. Tú no eres ni esa emoción, ni esa vivencia, eres esa conciencia, el discernimiento de lo que vives. No hay otra forma que transitar nuestros “pequeños infiernos” para llegar al paraíso. La nostalgia lleva también a un reconocimiento de aquello que es importante en nuestra vida, en realidad, de quienes somos, de donde hemos de despojar los apegos, las resistencias y el miedo.  Tal y como dice Mónica Cavallé, en su última obra El arte de ser:

De hecho, es precisamente el apego a la imagen de sus vivencias pasadas felices lo que bloquea en algunas personas el camino a la aceptación. Cabe formular esto último como una ley espiritual: pretender acceder directamente al cielo nos aboca al infierno […] No queremos vivir nuestros infiernos personales, queremos eludirlos a toda costa, queremos transitar directamente al paraíso, pero la salida al paraíso pasa siempre por atravesar nuestra limitación, por abrazar nuestra sombra, por confrontar y apurar hasta el final, una y otra vez, nuestra experiencia actual”.

 

Sobre la belleza

En esta ocasión en el articulo, que he escrito en la revista homonosopiens, reivindico la práctica de la contemplación de la belleza, como acción subersiva frente a las imágenes estereotipadas y fabricadas en serie por la sociedad de consumo en la que vivimos. El enlace original está aquí. El texto es el siguiente:

Theodor Adorno inicia su obra la Teoría Estética de este modo: “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia”. A partir de sus palabras -aunque hayan pasado 50 años desde su publicación- se puede poner en contexto el concepto de belleza en la actualidad. Es cierto que la belleza, siguiendo la crítica de Adorno al arte, se ha visto desvirtuada -no tan sólo en el ámbito artístico- por parámetros capitalistas, perdiendo su autonomía para convertirse en mercancía y, también resulta evidente, que su propia rentabilidad pone en peligro hasta su propia existencia. Además, la experiencia y el anhelo de contemplar la belleza en sí misma también se ha visto alterada -por no decir que está en peligro de extinción-, puesto que se hace menos frecuente aquella experiencia a través de la cual entramos en contacto con una dimensión esencial y profunda de nuestro ser. La belleza, por tanto, en muchos casos, ha dejado de ser bella porque sigue una finalidad, sea la de producir dinero o la de complacer a otros, no por quienes somos sino más bien por lo que deberíamos ser. Esto viene determinado en muchas ocasiones por las empresas y el mercado. Nos volvemos con ello heterónomos, es decir dependientes de una marca y de una imagen, que no son más que un débil reflejo, una imagen esperpéntica de la belleza -de la no belleza-, que nos convierte en esclavos de apariencias que nos alejan de nuestra identidad.

En esta idea de belleza vacía de belleza -que es superficial, estéril y heterónoma- devenimos sujetos pasivos, faltos de libertad y poco creativos. Buscamos con ansiedad poseer y retener la belleza a golpe de talonario, sin comprender que ya somos belleza esencialmente. No hay nada más ilusorio que pensar que podemos comprar la belleza, cuando lo que en realidad nos sucede es que estamos atados de manos y pies, en una caverna al modo platónico, sin poder ver que la auténtica belleza reside en nosotros mismos. De este modo, vivimos en continua guerra contra el tiempo porque no queremos que se desvanezca la belleza de nuestra juventud, ni que se marchiten las flores de nuestro jarrón, cuando es precisamente en ese transcurrir del tiempo donde se halla el misterio de la existencia y su belleza. La auténtica belleza es atemporal y, en su misma contemplación vivimos en el instante esa experiencia sublime de que podemos existir más allá de la temporalidad: tenemos la impresión de que el mundo se ha detenido y de que se ha borrado toda separación entre yo y el mundo.

Frente a una belleza enlatada y producida en serie, la filosofía reivindica la experiencia contemplativa de la belleza, que remite a una experiencia del SER, que resulta ser transformadora porque nos abre al mundo desde un sentir que emerge de nuestra interioridad más profunda y radical. Supone, pues, un antídoto y un acto revolucionario porque implica una pausa o una acción de detenerse ante la aceleración del tiempo que no para de correr. La contemplación nos lleva a otro lugar porque nos conecta con lo que ya somos: la belleza de nuestro ser es la belleza que hace bellas a las cosas bellas. Pero, veamos, un poco más en detalle lo que se entiende por contemplación. El término contemplación proviene del vocablo latino contemplatio, que deriva de contemplum, una plataforma situada delante de los templos paganos, desde la cual los servidores del culto escrutaban el firmamento para conocer los designios de los dioses. De contemplum procede asimismo el término latino contemplari: «mirar lejos» y fue utilizado en la antigüedad para traducir la palabra griega theoría, «contemplación». Contemplar es, pues, una experiencia del Ser que implica una mirada atenta, profunda y detenida sin juicio. Mónica Cavallé nos clarifica esta idea a través de las siguientes palabras: “La contemplación era, además, un conocimiento experiencial: conocer el Ser era ser el Ser. Contemplar era tornarse uno con lo contemplado”. En el tema que nos ocupa, la contemplación de la belleza es una experiencia que aspira a la “visión” y el contacto con la belleza, una vivencia en la que subyace una capacidad para ser conmovidos y afectados y, que posibilita una modificación de nivel de conciencia y de transformación. Cabe subrayar que esta concepción de vida contemplativa queda paulatinamente relegada por una concepción de la filosofía entendida como discurso teórico fruto de una actividad estrictamente intelectual. Hecho que comporta un empobrecimiento y alejamiento de la experiencia de ser belleza porque es absolutamente vano intentarlo desde una serie de teorías o discursos, ni tampoco desde los distintos estándares fabricados que la sociedad de consumo nos ofrece. En sus palabras, en El arte de Ser, Mónica Cavallé lo expresa de la siguiente manera:

“De modo que, si bien la cultura dota en cierta medida de contenido a estas nociones, no es la cultura la que crea en nosotros la aspiración al bien, a la belleza o la verdad, ni la capacidad de conmovernos ante un acto bueno, ante una realidad bella, ante la congruencia inapelable de la verdad. Paradójicamente, al tratarse de una luz que es siempre más originaria que cualquier contenido de conciencia particular, es un criterio que no se puede aferrar, compendiarse en una serie de juicios. Lo que nos pone directamente en contacto con la dimensión más profunda y significativa de lo real no son los procesos ni los contenidos mentales, tampoco las emociones (que son ecos de los movimientos mentales), sino un sentir que es algo así como el tacto, el gusto o la vista de lo profundo en nosotros”.

En este sentido también encontramos en Byung-Chul Han en su obra Filosofía del budismo Zen, en el capítulo donde trata el concepto de vacío en el budismo encontramos una referencia sugerente de lo que es la contemplación:

«El vacío “vacía” al que mira en lo mirado. Se ejercita un ver que en cierto modo es objetivo, que se hace objeto, un ver “amistoso” que deja ser. Hay que considerar el agua tal como el agua ve agua”. Una contemplación perfecta se produciría por el hecho de quien contempla se hiciera “acuoso”.

También dice:

“El asno ve en las fuentes y las fuentes ven el asno. El pájaro mira la flor y la flor mira al pájaro. Todo esto es la “concentración en el despertar”. La esencia ejerce su fuera esenciante en todo lo presente, y todo ser presente aparece en la esencia una”.

En otra parte del libro expresa:

“Contemplar el paisaje de modo exhaustivo significa hundirse en él apartando la mirada de sí mismo. El que contempla no tiene aquí el paisaje como un objeto que está frente a él. Más bien, el contemplativo se funde con el objeto”.

En esta idea de tornarse uno con lo contemplado y de fundirse con el objeto, subyace la idea de que la belleza que reside en todos los cuerpos es una e idéntica. Aquí en este punto resulta necesario hacer una referencia a Platón, cuando expresa de forma magistral el camino para llegar a la visión de la belleza. Su definición de belleza radica en mostrar que la belleza es el resplandor de la idea en la cosa. Es «presencia», aparecer de la presencia misma de la idea en la cosa misma. Las cosas son bellas porque nos transportan fuera de lo inmediato y material, a través de ese resplandor de la idea en lo material. A través de ese impulso de deseo de lo bello (Eros) ascendemos desde las cosas materiales hasta la idea misma de belleza, por lo que se hace visible a los ojos del alma. En su obra El Banquete muestra esta idea:

“En efecto, si es preciso buscar la belleza en general, sería una gran locura no creer que la belleza, que reside en todos los cuerpos, es una e idéntica. Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe mostrarse amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de una despreciable pequeñez, de toda pasión que se reconcentre sobre uno sólo. […] Siguiendo así, se verá necesariamente conducido a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, a ver que esta belleza por todas partes es idéntica a sí misma, y hacer por consiguiente poco caso de la belleza corporal. De las acciones de los hombres deberá pasar a las ciencias para contemplar en ellas la belleza; y entonces, teniendo una idea más amplia de lo bello, no se verá encadenado como un esclavo en el estrecho amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una sola acción, sino que lanzado en el océano de la belleza, y extendiendo sus miradas sobre este espectáculo, producirá con inagotable fecundidad los discursos y pensamientos más grandes de la filosofía, hasta que, asegurado y engrandecido su espíritu por esta sublime contemplación, sólo perciba una ciencia, la de lo bello. «

Para acabar, cabe decir que la contemplación se puede cultivar a través de la práctica. Es tan sólo a través de una experiencia que ejercitamos de forma continua cuando puede transformarse una mirada atrapada en la prisión egótica, a una mirada más lúcida, profunda y fecunda. Platón acaba de darnos algunas indicaciones de cómo, siguiendo el anhelo y amor que reside en nosotros mismos de aspiración de la belleza y, también, a través de la contemplación, podemos “engrandecer nuestro espíritu”, elevarnos hacia el pensamiento puro y amor de la belleza y la verdad. Añado, de la mano de Consuelo Martín, unas indicaciones, que en la línea de Platón, añaden un matiz, quizás más práctico y accesible para iniciarse en una vida contemplativa. Os dejo, pues, con sus palabras y con todo mi deseo de que puedan servir para este fin:

“La contemplación implica desdibujar y volver a dibujar de nuevo una realidad, que ya no busca fuera de nosotros lo que ya somos, sino que implica ser a la vez lo contemplado, que es lo que profundamente somos. Cuando reconoces la belleza en una flor sumérgete en la belleza misma. Desde el objeto donde la has reconocido por tu sensibilidad, gírate hacia la belleza misma y quédate en ese estado. Sólo queda esa hermosura que es el reflejo de lo divino en lo manifestado. El reflejo que te lleva al origen. Tú no eres alguien que añora la belleza de una flor. Eres belleza. Contempla esa belleza que eres. Contempla la perfección que añoras. No intentes atraparla. Sólo dedícate a contemplarla”.

Sobre la confianza

Esta vez escribo en la revista Homonosapiens sobre la confianza, brújula de nuestro pensar y sentir, que nos orienta, sin duda, a la vida buena. El artículo original está aquí

Sobre la confianza

¡Oh mundo, todo cuanto se adecua a ti se adecua a mí! Nada sucede para mí demasiado pronto ni demasiado tarde siempre que sucede a tiempo para ti. Oh naturaleza, cualquier cosa que tus estaciones proporcionen será fructífera. Todo de ti, todo en ti, todo para ti.
                                                                                                                                            Marco Aurelio, Meditaciones

Entre todas las acepciones que existen sobre el concepto de confianza, me centraré en la que apela a una disposición o actitud a creer, tener fe y rendirse a lo que uno es en sí mismo que, a su vez, converge en la actitud de vivir conforme a la Razón. En palabras de Pierre Hadot en Ejercicios espirituales y filosofía antigua, al hilo de la anterior cita de Marco Aurelio, que influye a Jules Michelet, esto quiere decir lo siguiente:

Vivir conforme a la Razón supone por lo tanto reconocer que aquello que sucede “a tiempo” para el mundo sucede también a tiempo para nosotros mismos, que eso que “armoniza” con el mundo “armoniza” con nosotros mismos”, que el ritmo del mundo debe ser nuestro mundo. De este modo tal como Marco Aurelio repite por doquier, “amaremos” todo cuando el mundo “ama” crear, estaremos en armonía con la armonía de la propia naturaleza.

Desde esta perspectiva, por tanto, nos alejamos de una “falsa” concepción de la confianza que esté en relación a cumplir unas expectativas, es decir, de un apego a cómo deberían ser las cosas, el mundo y nosotros mismos, que no sería más que una expresión de nuestros propios límites a la hora de aceptar la realidad tal como es. La confianza va más allá de teorías, de los resultados y de exigencias ficticias porque está vinculada a la expresión de nuestra propia singularidad que no se deja coartar, ningunear o anular por otras voces propias, con las que nos hemos identificado, o con otras ajenas, que pensamos nos proporcionan seguridad. De hecho, en cuanto más nos apoyamos en los demás buscando seguridad, más alejados estamos de lo que es en realidad la confianza. Se trata, pues, de discernir, atender y confiar en nuestra propia, auténtica y profunda voz que surge de quién yo soy realmente. Atendiendo a esta concepción, la confianza es clave en la vía de llegar a nuestra plenitud como personas. Según R. W. Emerson en su libro La confianza en sí mismo:

La mayoría de las veces no nos expresamos más que a medias. Parece que nos avergonzamos de la idea divina que cada uno de nosotros representa. Y, sin embargo, debemos descansar en ella con seguridad, como en una cosa que está proporcionada a nuestras fuerzas y que nos lleva a un éxito seguro, con la sola condición de ser fielmente interpretada.

En nuestra vida cotidiana se suelen dar actitudes que van en contra de esa intuición básica que han recogido muchas de las tradiciones filosóficas y espirituales a lo largo de la historia. Es importante matizar que la desconexión de nuestra confianza en nosotros mismos, en los demás y en la realidad, se produce por la identificación con ciertos juicios y creencias limitadas. Algunas de ellas son muy poco consistentes, pero parecen estar plenamente asumidas por muchos de nosotros. Por ejemplo, creemos, en muchos casos, que la desconfianza es beneficiosa porque nos protege del peligro. Evitamos personas que creemos dañinas, nos alejamos de un mundo que interpretamos como hostil, e incluso desconfiamos de nosotros mismos, de nuestras cualidades y potenciales, cuando nos identificamos como seres malos, nocivos, inexpertos, torpes, etcétera. Pensamos que, de esta manera, entre otras consecuencias, nos ahorramos padecer un terrible sufrimiento. Pero, lo cierto es que, de este modo, estamos muy lejos de evitarlo porque es precisamente esta creencia limitada, que está operativa en nuestra vida, la que nos proporciona más sufrimiento.

En relación con lo dicho anteriormente, recurriré a otro ejemplo que señala las limitaciones y riesgos de la asunción acrítica de la idea de que la desconfianza es buena. En esta ocasión recurro al refranero popular. A todos nos han dicho alguna vez:  “Mejor malo conocido que bueno por conocer”. Bajo esta expresión descansa una creencia nefasta que no nos permite explorar en nuevos territorios, ámbitos y relaciones. En realidad, nos deja anclados en la inmovilidad de un presente –en el que paradójicamente no estamos presentes- e inmersos en un mar de resignación, que obstaculiza o frena un avance hacia otros lares. Se hace necesario, en este contexto, distinguir la desconfianza de la prudencia, siendo ésta última una buena y muy necesaria cualidad que nos protege del peligro y de vivir de forma temeraria. Ya decía Aristóteles en La moral a Nicómano que la prudencia debe “contribuir a la virtud y la felicidad humana”. En sus propias palabras:

Es necesario reconocer, que la prudencia es esta cualidad que, guiada por la verdad y por la razón, determina nuestra conducta con respecto a las cosas que pueden ser buenas para el hombre.

De lo que se trata, en este contexto, por tanto, es de reconocer como perniciosa la desconfianza cuando se trata de una reacción que va en contra de la vida. Es fácilmente reconocible esta actitud de resentimiento vital, en las actitudes de inmovilismo y de apego a ciertas cosas, personas y situaciones, que no es otra cosa que la falta de aceptación de que la vida es lo que es, ni buena ni mala, sino que simplemente es. Evidentemente, aquí no hablamos de una desconfianza o sospecha que responde a una intuición genuina de nuestra propio criterio e inteligencia, que se plasma en una vía indagación, de mayor comprensión, clarificación, y que se vincula a una actitud filosófica de amor a la verdad. Es decir, que cierta sospecha y desconfianza en lo que nos dicen, porque no acaba de encajar, cuadrar, con lo que nuestra intuición, inteligencia y experiencia, es signo de confianza en nuestro propio criterio y, es de hecho, uno de los motores de avance social, humano y cultural. La relación de la confianza -con uno mismo, los demás y la vida- está muy bien vista por Marina Garcés en Filosofía inacabada a través de esta cita:

¿Por qué nos confiamos a otros para pensar juntos lo que cada uno debe pensar por sí mismo? No hay filosofía que valga para uno solo. Pero no hay filosofía que no deba ser pensada y repensada por cada cual. Hacer filosofía es confiar en que todos podemos pensar por igual pero que nunca pensaremos todos igual. Es confiar en que las razones que sostienen una idea no son ocurrencias personales sino necesidades colectivas que pueden ser también revisadas colectivamente. Y es confiar en que sólo desde esta confianza puede librarse un verdadero combate del pensamiento contra todo lo que no nos deja pensar ni, por tanto, vivir.

¿Cómo podemos ver el grado de desconfianza con el que vivimos nuestra vida? Se muestra, de una forma muy clara, en el miedo que tenemos de vivir y de relacionarnos con lo desconocido. Si nos preguntamos en qué medida tememos lo nuevo y los cambios, podemos visualizar el grado de desconfianza que impera en nuestra vida. ¿Nos negamos a dejar nuestro trabajo cuando caemos en el abatimiento? ¿Nos resignamos a acabar una relación insatisfactoria? ¿Llevamos mal el paso del tiempo, por ejemplo, dejar atrás nuestra juventud? Si la respuesta es afirmativa, denota ese horror vacui insuflado por el miedo a caer en el abismo de la desconfianza y del sufrimiento, de que nada bueno puede pasarnos. La confianza, todo lo contrario, es aventurarse a vivir lo desconocido con la más firme convicción de que nada malo nos va a suceder porque nos mantenemos firmes y lúcidos en una vida que es siempre fluctuación, cambio e impermanencia. Esta vez, doy paso a Mónica Cavallé en La sabiduría recobrada:

El gozo de vivir radica en gran medida en el permanente asombro que acompaña a ese surgimiento, a la expresión de esa obra de arte que es nuestra vida y que no sabemos de antemano, como sucede en toda verdadera creación, cuál va a ser su forma acabada. Ser veraz supone vivir en una constante aventura. El yo superficial no se aventura; no se maravilla ni se sorprende, solo planifica; no se renueva, se repite a sí mismo ad nauseam.

Cuando uno se instala en la confianza de sí mismo, los miedos desaparecen y desvanecen los recelos, dejando paso, a una radical libertad, en la que cada uno de nosotros, se sitúa en lo que somos profunda y honestamente, que confía en nuestro propio criterio, que ya no reside en valoraciones ajenas, discursos teóricos, ni en expectativas. Es aquí donde brillamos y, por tanto, nuestra luz emerge. Nos sentimos en plenitud y amos de nuestra propia vida. Esto es clave, pues reside en no poner la confianza en otro sitio que no sea el de uno mismo. Si nuestra luz proviene de los demás no seremos más que un reflejo vano y dependiente de ellos. Solo la confianza nacida de una comprensión de nuestra propia naturaleza como seres con cualidades esenciales, nos permitirá asentir, que somos luz propia. Para acabar, dejo, de nuevo, a W. R. Emerson, que expresa esta idea:

En un principio compartimos nosotros la vida por lo que las cosas existen; luego vemos esas cosas en medio de la naturaleza como apariencias, y nos olvidamos de que hemos compartido su causa. He aquí la fuente y el origen de la acción y el pensamiento: los pulmones, cuya aspiración da salud al hombre; el manantial, que no podemos negar sin impiedad y ateísmo. Reposamos en el regazo de una vasta existencia, que nos hace receptores de su actividad y órganos de su verdad. Cuando discernimos la verdad y la justicia, no hacemos nada por nosotros mismos; nos limitamos a dar salida al resplandor de esta inteligencia. Si buscamos el origen de esto, si pretendemos espiar el alma-causa, todas nuestras filosofías son inútiles; lo único que podemos afirmar, es la presencia o la ausencia de esa luz.

L’alteritat en el diàleg

Imprimir

Esta vez quiero compartir la reciente publicación de un libro que ha escrito Miquel Àngel Ballester que se titula L’alteritat en el diàleg. Una obra que reune 10 diálogos filosóficos  con algunos pensadores -entre las que estoy yo misma-, que hablan desde diferentes àmbitos y contextos filosóficos. Una pluralidad de voces que, como nexo común, invitan a que todos los lectores se unan al diálogo e incitan a forjar una comunidad vinculada con la concepción de la filosofía como forma de vida.

 

IMG-20180606-WA0000

Sobre la escucha a los demás

Recién salido del horno mi nuevo artículo en la revista Homonosapiens

Sobre la escucha a los demás

Resulta bastante evidente en nuestros tiempos el déficit de escucha que predomina en nuestras vidas. Oímos pero no escuchamos con atención, detenimiento, pausa y sosiego a los demás. Frecuentemente hablamos sin tener en cuenta lo que nos dicen. De este modo, los diálogos se convierten en monólogos, que chocan unos con otros, sin llegar a despegar juntos, en el anhelo de encontrarnos en un espacio en el que juntos busquemos una verdad compartida. Estamos, frente a frente, separados por un muro de incomprensión e inmersos en un desierto, en el que el desamor nos envuelve, bajo la influencia de nuestras creencias limitadas, que alimentan la desconfianza en la realidad, en las personas, en definitiva, en nosotros mismos, alejándonos de la auténtica escucha, desde la que podemos atender y acoger a los que hablan, con sus dudas, inquietudes, cuestionamientos y sus diversas comprensiones del mundo. Ante este hecho pernicioso, creo necesario reivindicar y poner énfasis en la escucha atenta más que en el decir, abrirse a una escucha que desea apertura, acogimiento y comprensión del otro, más allá de sus palabras y, atendiendo también sus silencios, gestos y afectividad. El filósofo Zenón de Elea reflejaba ya en el siglo V a.C la importancia de esta facultad hoy tan visiblemente poco valorada:

Nos han sido dadas dos orejas, pero únicamente una boca, a fin de que podamos escuchar más y hablar menos.

Sólo hay que fijarse en nosotros mismos para detectar las interferencias más habituales en la falta de escucha, que nos abocan a navegar solos y convertirnos en náufragos solitarios en un mundo en el que, paradójicamente, las redes sociales deberían permitir una mejor comunicación. Las interferencias más habituales son la falta de atención por falta de interés, que es cuando deambulamos en nuestros propios pensamientos, mientras las palabras de los demás pasan a convertirse en un mero ruido de fondo. También, es bastante común, la interferencia de nuestras expectativas –lo que esperamos oír– , desde las que reaccionamos con la interrupción o con la indiferencia por lo que nos dicen. Otro caso es el de la desconfianza, que nos conduce a mantener una distancia con el que habla, a quien tememos creer y, por tanto, no escuchamos. En otras ocasiones, tomamos como real lo que hemos interpretado, y señalamos de forma compulsiva aquella frase que creemos que nos han dicho pero que no han hecho, a pesar de que nos repitan que lo hemos oído o entendido mal. Es también visible, en muchas ocasiones, la instrumentalización de los demás para entendernos a nosotros mismos –cuando así nunca lo conseguimos– o cuando nos comparamos a otros para poder salir airosos o derrotados en una ficticia batalla en la que el ego es el principal protagonista. En todos estos casos, no salimos del caparazón egótico y no alcanzamos a comprender que la escucha es relación con el otro, es decir, el ser otros en nosotros mismos.

Podemos remontarnos, buscando la causa de esa carencia de escucha en nuestra vida, a la misma tradición filosófica occidental en la que se prioriza el decir sobre el oír, que se traduce, en muchos casos, en la imposición a los demás de un cierto pensamiento y en pronunciaciones verbales totalmente irrelevantes. No hay más que mirar las consecuencias de ello en el ámbito educativo, que es el que más conozco, para validar esta teoría. Pero, en general, podemos aplicarlo a todos los ámbitos de la vida pública y privada, véase el mundo de la política y los efectos nocivos de esta falta de escucha en nuestra sociedad. Por todo lo dicho, reivindicar la escucha en el mundo de hoy, se convierte en una necesidad prioritaria. ¿Cómo podemos desarrollar una escucha más atenta? En la misma pregunta ya viene implícita la idea de que la escucha se ejercita, que es un arte, lo que implica una ascética para “afinar” la capacidad de atender y acoger a los demás. Una de las prácticas necesarias para ello es la del autoconocimiento, de modo que no interfieran prejuicios y creencias limitadas que mitiguen, e incluso anulen la escucha. Es, por tanto, un “entrenamiento” para llegar a un silencio interior o quietud capaz de desatender los pensamientos que ocupan la mente, lo que no es más que la desidentificación de nuestras emociones y creencias. En palabras de Chuang Tzu:

Si el agua deriva lucidez de la quietud, ¡cuánto más las facultades mentales! La mente del sabio, al estar en reposo, se convierte en el espejo del universo, el speculum de toda creación.

Si no lo hacemos, interpretamos lo que nos dicen en base a estas interferencias, que no son más que los límites de nuestra comprensión. Nuestros temores y expectativas “moldean” a los demás, en el sentido de que, a través de ellas, construimos una interpretación alejada de lo que las cosas son. Por ejemplo, si creemos que los demás saben más que nosotros, reaccionaremos ante ellos a la defensiva o nos esconderemos para que no vean que no sabemos o, por el contrario, si pensamos que nosotros sabemos mucho, no les escucharemos porque creeremos que los demás no nos van a aportar nada que no conozcamos de antemano. Cabe decir que la humildad es un elemento clave para la auténtica escucha: suspendemos lo que sabemos –no lo conocemos todo– para dejar espacio a lo que saben los demás.

En la ejercitación de una escucha más profunda es esencial también tener en cuenta que ésta sea una escucha contemplativa, en la que se pretende llegar a la “visión” de la verdad experienciada por todos, más que una escucha indagativa, conceptual o argumentativa. El concepto de la visión está muy enraizado en la filosofía y se vincula a la transformación de la mirada, de una mirada más lúcida y penetrante del mundo. Vemos no solo con nuestros ojos, sino también con los ojos de los demás y, juntos, no sumamos perspectivas, sino que habitamos juntos una visión, que se hace más profunda, con más presencia y realidad. Con esta práctica, nos entrenamos para construir un espacio común en el que los demás son acogidos con todo nuestro ser. Se trata, pues, de la presencia de los demás en nosotros mismos.

Por otra parte, también resulta clave la apertura de nuestra afectividad, dejarnos afectar por lo que nos dicen. Abarca, por tanto, todos los sentidos, que se abren a sentir y, por tanto, a escuchar, a atender el deseo de buscar la verdad, lo auténtico y honesto que expresamos en nuestros gestos, palabras o silencios. Resulta proporcional el deseo de escucha con la calidad de ésta. Con ello, nuestra escucha deviene más atenta y selectiva a la hora de acoger, entender y comprender a los demás, mientras que oír implica un acto pasivo en el que nos llegan sonidos externos porque tenemos la capacidad de sentirlos. Escuchamos porque queremos. En esta práctica, aprendemos a desatender el “ruido” que no dice nada, producido por monólogos dogmáticos, algunos disfrazados de pasión o, incluso, de falsas cualidades, que se alimentan de una vanidad ególatra. También nos hacemos indiferentes a los que hablan utilizando palabras de terceros, que remiten la voz de otros y no la propia. La mayoría de la gente no sabe escuchar porque casi toda su atención está ocupada por su pensamiento y no por lo verdaderamente importante: el Ser de la otra persona debajo de las palabras y de la mente. Como dice Pierre Hadot:

En el diálogo “socrático” la verdadera cuestión que se trata no es “de qué se habla, sino aquel que habla”.

Para acabar, quiero recalcar que escuchar es un arte en el que acogemos a otros en nuestro interior y, por lo tanto, es una expresión sublime de amor. Es un modo de expresar al otro que lo que dice tiene valor, que lo que comunica no cae en el vacío, que tiene interés. Al reconocer esto, el otro se siente aceptado y valorado como persona. Amar es permitir que el otro se manifieste, el deseo de comprender el otro, de acogerlo en su propio sentir, una práctica del respeto, cediéndole el espacio y el tiempo para que se muestre. Y, a medida que nos damos cuenta de que lo que escuchamos no es únicamente la historia de una persona individual, sino la historia de todos nosotros, de la humanidad, se expande una onda expansiva amorosa y una toma de conciencia muy reveladora: el reconocimiento de que la historia de cualquier otra persona también es nuestra historia, aunque nos resulte dura, contraria a nuestros principios e incluso abominable o inaceptable. Esta acción de compartir nuestra verdad implica valentía, por una parte, porque plantea no sólo un cuestionamiento de nuestra propia verdad, sino también que estemos libres de prejuicios en la escucha, para poder interpretar juntos la misma sinfonía que penetra profundamente en la vida, al son de un mismo latido que proviene simultáneamente de todos nosotros. Dejo, estas palabras de Krishnamurti extraídas de su libro Sobre el amor y la soledad, que ilustran a la perfección la relación entre escucha y amor:

Usted ve la belleza de un crepúsculo, los hermosos cerros, las sombras a la luz de la luna. ¿Cómo comparte eso con un amigo? ¿Diciéndole: «mira ese cerro maravilloso»? Puedo decirlo, pero ¿es eso compartir? Cuando de veras comparte algo con otro, significa que ambos deben tener la misma intensidad, al mismo tiempo y en el mismo nivel. De lo contrario no pueden compartir, ¿verdad? Ambos deben tener un interés común, deben encontrarse en el mismo nivel, sentir la misma pasión; si no es así, ¿cómo pueden compartir algo? Pueden compartir un pedazo de pan, pero no es de eso de lo que estamos hablando. Para ver algo juntos, lo cual implica compartir, ambos deben verlo, no concordar o disentir al respecto, sino ver juntos lo que realmente es; no interpretarlo conforme a mi condicionamiento o a su condicionamiento, sino ver ambos, simultáneamente, lo que eso es. Y para ver algo juntos, debemos estar libres para observar, para escuchar. Esto significa no tener prejuicios. Sólo entonces, con esa cualidad del amor, existe el compartir.

Leer más en HomoNoSapiens| Sobre la confusión y la claridad Sobre el pensar y el sentir

A %d blogueros les gusta esto: