Sobre la atención

Sobre la atención

Mi nuevo artículo en la revista Homonosapiens: Sobre la atención:

En nuestro trasiego diario, de idas y venidas, en nuestras conversaciones, en las lecturas y en nuestra mirada frecuentemente filtrada por temores, necesidades, deseos y expectativas, ¿a qué prestamos atención? ¿De qué forma lo hacemos? ¿Desde dónde estamos atendiendo a la realidad? Primero de todo, es importante recalcar que la atención es una facultad clave que nos proporciona un matiz sutil de nuestra experiencia en el mundo. La atención, supone, el foco con el que iluminamos nuestro mundo. En cierta manera, a lo que yo atiendo se corresponde el grado de verdad de la realidad que se revela ante mí. Simone Weil escribió en su obra La atención a lo real:

La atención es lo que aprehende la realidad, de tal forma que cuanto mayor es la atención de parte de la mente, mayor es la manifestación del ser del objeto. La atención al dirigirse hacia algo y por lo tanto excluir lo demás, limita o define la realidad.

La filosofía nos invita a ejercitar un cultivo de la atención desde el autoconocimiento porque la cuestión fundamental que late en la dirección, forma y calidad de lo que atendemos es: quién soy yo. Esto es así porque, si no examinamos las creencias y juicios que operan en nuestra vida cotidiana, nuestra mirada atenderá de una forma más prejuiciosa, menos lúcida y profunda. En realidad, todas nuestras creencias constituyen límites para vivir con más verdad y autenticidad. Límites que dirigen nuestra atención en la vida diaria. Por ejemplo, el complaciente atenderá a los gestos, comportamientos y palabras de los otros para complacerlos; el perfeccionista dirigirá su atención a sus propios errores y a los de los demás; el controlador prestará atención a todo lo que sienta como una amenaza…

Es común, por tanto, en el ámbito filosófico y en muchas de las tradiciones espirituales, entender el autoconocimiento como la búsqueda de Sí mismo, de algo que fundamenta y trasciende mis emociones, mis pensamientos y mis acciones. El autoconocimiento es, por tanto, una búsqueda de quiénes somos realmente en esencia. Y esto evidentemente, tiene que ver mucho con el anhelo de verdad. En la filosofía occidental, concretamente, se va prestando atención a diferentes focos para iluminar la verdad que todos buscamos, y ya somos. Incluso, el mismo I. Kant remite a una pregunta última y radical que es la de quiénes somos. En el caso de Sócrates, en la práctica de los diálogos, pretende conseguir una mayor toma de conciencia, mayor verdad, prestando atención a los juicios que operan diariamente en nuestra vida y que suponemos como ciertos, procediendo a cuestionarlos. Platón, en su caso, a través de la atención “contemplativa” a las acciones, objetos y palabras puede llegar a la visión de las ideas en sí mismas y “recordar” quienes somos. Por ejemplo, a partir de la atención a la belleza física de los cuerpos, la contemplación se eleva a la belleza que ya somos. Nietzsche, atiende a todo lo que vaya en contra de la vida, lo que debilita la voluntad de vivir. Cuestiona para ello el status quo, la moralidad y la religión, es decir, desmantela lo que nos aprisiona para poder atender nuestra identidad más profunda y radical. Es uno de los patrones más universales de la filosofía: tomar más conciencia a través de la atención de lo que limita nuestra comprensión. Y eso se consigue atendiendo a esos límites, poniendo luz a la oscuridad (a la ignorancia).

Por otro lado, se cree de forma generalizada que la intención de querer ver algo nuevo, o incluso la autoimposición de querer verlo de manera distinta, puede ser suficiente para transformar nuestra mirada: a qué y cómo lo atendemos. Pero, no se trata simplemente de una técnica, sino de prestar atención con más profundidad y radicalidad. La intención y nuestra voluntad no son suficientes para transformar nuestra mirada, si no partimos de nuestra propia apertura interior, que está íntimamente relacionada con nuestro nivel de conciencia.

La calidad de la atención, por tanto, resulta ser un elemento clave en el cultivo de la atención. Es una disposición que surge del autoconocimiento, que ha depurado nuestra mirada; una disposición al encuentro de la realidad, tal como es. Representa, pues, una práctica necesaria para vivir de acuerdo con la realidad, un deseo de verdad. Es una especie de vaciamiento que permite acoger lo desconocido. ¿Cómo vaciarse? De nuevo, recurro a las palabras de Simone Weil:

La mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella… El pensamiento que se precipita queda lleno de forma prematura y no se encuentra ya disponible para acoger la verdad. La causa es siempre la pretensión de ser activo, de querer buscar.

Evidentemente, como ya hemos sugerido, la atención se puede cultivar o ejercitar. Y el cultivo de la atención tiene que ver mucho con este “vaciamiento”. De bien poco sirve forzar la atención a mirar lo que normalmente pasa desapercibido si no estamos abiertos a su encuentro. Esta apertura va en consonancia con unas creencias y un nivel de conciencia que, muy a menudo, empañan nuestra mirada al mundo. La forma en que atendemos al mundo se corresponde con la forma en la que vivimos la vida. Así pues, es necesario, en muchos casos, realizar una indagación filosófica sobre las creencias latentes que no nos permiten abrirnos a la realidad de una forma más transparente, revelar la verdad del mundo. Cultivar la atención es, también, un ejercicio que permite comprender nuestras resistencias a la hora de atender, para mirar hacia dentro y hacia fuera. Si estamos preocupados, angustiados, enfadados o deprimidos puede darse una relación de apego o de identificación que empaña la relación que tengo con el mundo. Primero, por tanto, nos vaciamos del “ruido interno”, es decir, de los pensamientos, de las preocupaciones, de las distracciones para escuchar la realidad y, luego, aprendemos a contemplarla, atenta y pacientemente, sin prisa, sin interpretar, esperando a que la realidad aparezca y brote como una luz.

En referencia a este cultivo de la atención, existen innumerables aportaciones por parte de las tradiciones filosóficas y espirituales de Occidente y de Oriente. En concreto, tal como indica Pierre Hadot, es necesario ejercitarse espiritualmente para lograr un perfeccionamiento del alma (nuestro modo de ser, ver y estar en el mundo). Los estoicos  daban gran importancia a la ejercitación de la atención (prosoche) sobre sí mismo, una constante vigilancia para evaluar y corregir cómo se está obrando, y esto bajo la guía de ciertos principios, que se formularon de manera sencilla y clara para su aprendizaje y uso inmediato. Una ascesis de la atención que nos lleva a la transformación. Así dice en su obra La ciudadela interior:

Los estoicos propusieron como actitud fundamental en la vida lo que en griego se denomina prosoche, es decir, la atención en todos los instantes de la vida, la concentración en el momento presente, liberado de todos los apegos del pasado y el futuro, orígenes de todas las pasiones vanas y nefastas. Insistieron en el valor infinito del tiempo presente, del “aquí y el ahora”, el único en el que se puede actuar y donde se puede actuar… Sólo el instante presente es creador. Sólo en el “aquí y ahora” podemos disfrutar verdaderamente de la vida, es decir, ser en la verdadera alegría… El instante nos hace tocar la eternidad, la ausencia de temporalidad lineal es el presente eterno.

La atención a lo real tampoco se consigue a través del discurso y del razonamiento. No podemos ver con más profundidad si no buceamos en nuestro interior. Es desde lo más profundo donde emerge lo más claro y lúcido. Y aquí se requiere ese espacio de silencio interior en el que estamos presentes. Una experiencia directa, que no significa lograr una verdad absoluta, sino un contacto transparente con lo que se me presenta, incluso reconociendo los impedimentos y las resistencias a ese atender a la realidad. Y juega un papel imprescindible la honestidad. No mejoramos nuestra atención pensando cómo vemos el mundo, sino estando presentes en el mundo, que es desde donde podemos escuchar lo más profundo de nuestro ser. Estar presente y, por tanto, atentos no puede darse sin un proceso de desidentificación con nuestras propias ideas, que constituyen, el límite de nuestra atención. Contemplemos, aunque nos dé miedo, los límites para ver lo falso como falso, esos razonamientos que limitan la atención, el anhelo del océano de la verdad. Aquí dejo la palabra a Nietzsche, en la Gaya Ciencia:

¡Dejamos atrás la tierra!, cortamos los puentes y ¡subimos a bordo! A partir de este momento, barcaza, ¡presta atención! Cerca de ti se abre el océano. No ruge siempre y a veces como una ilusión bondadosa se extiende como seda y oro. Habrá horas, sin embargo, en que te espante su exclusiva infinitud, cuando aprecies que no hay un final en él. Te sentiste libre como un pájaro y ahora, ¡pobre!, tropiezas con los límites de la celda. Y ahora que no hay «tierras» ¡qué desgracia la tuya si sientes nostalgia por ella como si te diera más libertad!

Vemos que el cultivo de la atención a lo Real no se consigue a través del pensamiento ni mediante nuestra voluntad. Pero, tampoco puede instrumentalizarse, algo que se está dando en las prácticas habituales del mindfulness, como una herramienta para generar bienestar o reducir el estrés. No niego su utilidad y legitimidad en este sentido, pero así se la aparta de lo que realmente es. La atención, en su contexto original, se da como un amor desinteresado al conocimiento de la verdad que somos. Esto constituye un fin en sí mismo, una experiencia de ser y no un medio para sentirnos bien, que nos lleva, por cierto, a fortalecer un “ego” que se identifica con las emociones o con los procesos mentales. Remito a las palabras de Mónica Cavallé en su libro El arte de ser:

La actitud instrumental que busca resultados es estéril cuando no se aproxima a lo profundo; no produce frutos genuinos. Sí los procura el amar la realidad por sí misma, y no porque esperemos obtener de ella un posible provecho personal. Dicho de otro modo, si en la autoindagación solo nos mueve sentirnos bien, superar nuestros miedos, dejar de sufrir, nada profundo se nos revelará, porque la verdad solo se entrega a quien la busca por sí misma, no por los beneficios que comporta. Quien ama la realidad deja lo falso porque es falso, y no con el fin de no sufrir, es decir, sin subordinar ese acto a nada distinto de sí mismo. Ve ciertas cosas porque ver es nuestro estado natural, y no con algún otro objetivo. La conciencia testimonial no es una técnica ni un truco psicológico.

Por último, la atención que se dirige a la verdad, tal como es, está relacionada con el amor, con el reconocimiento y con el acogimiento de todo lo que se presenta. Hay un amor implícito en el anhelo de buscar la verdad, en vivir con más profundidad y radicalidad. En este amor, los demás y el mundo no quedan excluidos, porque vivimos desde lo que nos une. La atención va de la mano de algo que nos vuelve más comprensivos y, ese algo, es la disipación de la ignorancia, las celdas a las que se refería Platón en el mito de la caverna. Esto es lo que disipa la separatividad entre nosotros, porque cuanto más nos comprendemos a nosotros mismos, mejor comprendemos a los otros. Lo que miramos, cuanto más lo miramos tal como es, sin expectativas ni exigencias, más lo queremos. Nietzsche, en este bello fragmento de Así habló Zaratustra nos invita a atender a nuestros demonios para trascenderlos, “volar” y ser sujetos activos y creadores de nuestra vida.

Y cuando vi a mi demonio, lo encontré serio, grave, profundo y solemne. Era el espíritu de la gravedad. Todas las cosas caen por su causa.

Es con la risa y no con la cólera como se mata.

¡Adelante, matemos al espíritu de la gravedad! He aprendido a andar: desde entonces me abandono a correr. He aprendido a volar: desde entonces no espero a que me empujen para cambiar de sitio.

Ahora soy ligero. Ahora vuelo. Ahora me veo por debajo de mí. Ahora un dios baila en mí.

Sobre la transformación

Sobre la transformación

Un nuevo artículo que he publicado en la revista homonosapiens que se titula: Sobre la transformación.

Me viene a la cabeza todas las veces que he escuchado a alguien hablar sobre la urgencia de un cambio en su vida. Es como un mantra que deambula, va y viene, incesantemente, en diferentes formatos: “necesito un cambio”, “necesito que cambies”, “es necesario que el mundo cambie”. El denominador común de estos tres tipos de demanda es que se sustentan en una creencia que predica que mi plenitud reside en última instancia en los demás o en el exterior. En la sociedad actual, para poder saciar esta necesidad de cambio, se vende mucha actividad y muchos productos que nos prometen paraísos terrenales y cambios para “mejorar” nuestra vida. Sin embargo, aunque exista mucha circulación de actividades hay muy poca experiencia. Viajamos, por ejemplo, buscando una experiencia que nos llene y, en muchas ocasiones, volvemos con las maletas repletas de cosas, comprobando, al mismo tiempo, que tan rápido como se llenan también se vacían. Si supiéramos que cuanto más buscamos menos hallamos lo que anhelamos, nuestra vida sería otro cantar: supondría la posibilidad de empezar a crear bellas melodías en sintonía con el latido del Universo. ¡Nos cuesta tanto descansar en la quietud! Tanto movimiento y actividad que no nos permite ver que es en la quietud desde donde podemos atisbar la transformación. A través palabras de Lao Tzu en el Tao Te King se muestra esta idea:

Sin salir más allá de tu puerta, puedes conocer los asuntos del mundo.

Sin asomarte a través de la ventana, puede ver al Tao Primordial.

No es necesario viajar más lejos para conocer más.

Así pues, el Sabio conoce sin viajar, ve sin mirar, y logra sin actuar.

No es lo mismo un cambio que una transformación y, no todos los cambios implican que haya una transformación. Resulta, pues, necesario distinguir entre cambio y transformación. La filosofía antigua arroja luz a esta distinción cuando concebía la filosofía como una forma de vida, que se alejaba de un conocimiento meramente intelectual, para dar lugar a una “sabiduría” que comprometía a la existencia entera y permitía vivir al hombre en unidad con el cosmos. A diferencia de los cambios que son temporales, la transformación, pues, abarca todo el ser. No se limita a alterar el orden de las cosas para conseguir un resultado, o en el que sustituimos una cosa por otra para adaptamos a una nueva situación. En la transformación el cambio emerge desde de nuestro interior, socava lo más profundo y va a la raíz de mi visión de la realidad: comprendiendo cómo y desde dónde vivo emerge una mirada nueva que impulsa la creación de un nuevo sentido. Por ejemplo, tenemos el caso de una persona que se encuentra insatisfecha, hastiada y desmotivada con su trabajo. Decide cambiar de lugar suponiendo que un cambio de compañeros y de lugar podría suponer una solución. Pero, por qué no se plantea, qué es lo que necesita de verdad, si ese trabajo está expresando lo mejor de sí mismo, si se están movilizando sus mejores cualidades, si se corresponde con lo que da sentido a su vida y, por tanto, va en sintonía con la alegría (en términos de Spinoza) y la plenitud. Los estoicos, sabían mucho de todo esto, y sabían cómo dotarnos de la mejor versión de nosotros mismos. Los cambios transformadores se producen cuando prestamos atención a lo que depende de nosotros y, además, vivimos en confluencia con la realidad, aceptando que no podemos tener control sobre lo que acontece. Una filosofía que orientaba sus prácticas  hacia una mayor consecución de libertad interior.

El verdadero cambio que nos transforma es el que surge de lo más genuino y profundo de nosotros mismos. Esto supone una indagación introspectiva que favorece la consecución de una mejor comprensión de la realidad, a través de la búsqueda de la verdad, en la que se cuestionan las interpretaciones que distorsionan nuestra mirada y, que permite “vivirnos” desde quienes ya somos. Los cambios no se producen sin una entrega a la realidad tal como es. Se trata, pues de mirar lo que está pasando, sin negarlo o rechazarlo. Es estar presente sin establecer juicios que provengan de expectativas, exigencias o de ideales. La entrega se traduce en una confianza incondicional en la realidad y, por tanto, en una ausencia de conflicto entre el yo y la realidad. Y, a eso no se llega desde un empeño o un querer del intelecto. Estamos muy lejos, pues, de posiciones voluntaristas, de un esfuerzo para ser mejores o cambiar, sino ante una invitación para emprender la experiencia de la unidad. Como dice Jäger Willigis en su obra “Sobre el amor:

En la senda espiritual, la ética surge en la persona no de buenos propósitos y de apelaciones a la voluntad, sino de la experiencia de la unidad. La persona se transformará hasta en lo más profundo de su ser. Esto trae consigo una transformación de la conciencia y de una visión del mundo que supera el estrecho círculo del yo. La persona abandona su egocentrismo e individualismo, y se experimenta como parte de un gran todo.

El cambio transformador se da, por tanto, cuando rompemos con esa inercia a vivir separadamente del mundo. Y, esto no puede darse si estamos atrapados en el tiempo psicológico-egótico o en el cronológico. La transformación se da en un presente atemporal. Krishnamurti en su obra “Vivir de instante en instante” lo expresa a través de estas palabras:

El hombre que confía en el tiempo como medio por el cual puede lograr la felicidad, comprender la verdad o Dios, sólo se engaña a sí mismo; vive en la ignorancia y, por lo tanto, en conflicto. Pero el que ve que el tiempo no es la salida de nuestras dificultades, y por lo tanto está libre de lo falso, un hombre así, naturalmente, tiene la intención de comprender; su mente, por consiguiente, está serena espontáneamente, sin compulsión, sin prácticas. Cuando la mente está serena, tranquila, sin buscar respuesta ni solución alguna, sin resistir ni esquivar, sólo entonces puede haber regeneración, porque entonces la mente es capaz de captar lo que es verdadero; y es la verdad lo que libera, no vuestro esfuerzo por ser libres.

Siguiendo esta idea, es evidente que ha sido bastante recurrente en Occidente la búsqueda de cambios como sinónimo de progreso, haciendo un uso -más que cuestionable y harto criticado- de la razón instrumental. La voluntad aquí se halla sometida a una creencia de que el cambio es sinónimo de progreso, entendido como un ideal que nos proporcionará la felicidad en el futuro. Un ideal que está fundamentado en una deficiente comprensión radical de la realidad, puesto que la felicidad se da cuando vivimos en confluencia con el sentido de la Vida, del Logos, el Tao, el brahman… Volviendo de nuevo a Jäger Willigis: afirma que el verdadero progreso es el origen y, por tanto, el regreso. Para explicar esta idea la relaciona con la parábola del hijo pródigo que, según sus palabras, “ilustra magistralmente la historia de nuestra transformación”. Al igual que el hijo pródigo, quien simboliza el ego que actúa de forma narcisista, hemos abandonado la casa del padre, quien simboliza la esencia de nuestro ser, nuestra patria. En consecuencia, hemos olvidado quiénes somos en realidad. Esto, evidentemente nos produce dolor que resulta de la consecuencia natural de la separación de nuestra verdadera esencia. Siguiendo las palabras del autor dice lo siguiente:

Parece que debemos atravesar primero por la separación, el dolor y la necesidad, antes de estar preparados para regresar a nuestra verdadera patria. Con frecuencia es el dolor, el fracaso, lo que nos hace recobrar la conciencia y lo que nos recuerda nuestra meta verdadera. En la historia se trata de la casa del padre, queriendo señalar con ello nuestra esencia verdadera, el regreso a la unidad con el fundamento primordial de la vida.

La transformación implica, pues, descubrimiento. Parafraseando las célebres palabras de Proust: «El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos«. Una mirada que es equivalente a estar atentos y, que no es otra cosa, que tener cuidado de nosotros mismos y, por tanto, del mundo. En esa mirada lúcida y penetrante está el germen de la transformación, que se sitúa en las antípodas de esos cambios que circulan en los mercados perecederos del Ser. A diferencia de lo que se enseña en las facultades de Filosofía, para llegar a la transformación no se requieren grandes dosis de erudición, pensamiento ni grandes dotes argumentativas, sino una mirada desnuda y limpia que despoja al mundo de filtros, retoques y capas de maquillaje. Desde allí, entregados en la quietud del silencio, paradójicamente, no nos encontramos solos sino reconciliados con la vida y con el mundo porque estamos de nuevo en casa. Por último, estas palabras de Nisagadartta en su obra Yo soy eso:

Siéntase perdido! Mientras se sienta competente y seguro, la realidad está más allá de su alcance.

A menos que acepte la aventura interior como modo de vida, el descubrimiento no llegará a usted.

Olvide sus experiencias pasadas y sus logros, quédese desnudo, expuesto a los vientos y lluvias de la vida y tendrá una oportunidad.

Leer más en HomoNoSapiens| Café filosófico: ¿Por qué sufrimos?  Sobre el pensar y el sentir Sobre la gratitud

L’alteritat en el diàleg

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Esta vez quiero compartir la reciente publicación de un libro que ha escrito Miquel Àngel Ballester que se titula L’alteritat en el diàleg. Una obra que reune 10 diálogos filosóficos  con algunos pensadores -entre las que estoy yo misma-, que hablan desde diferentes àmbitos y contextos filosóficos. Una pluralidad de voces que, como nexo común, invitan a que todos los lectores se unan al diálogo e incitan a forjar una comunidad vinculada con la concepción de la filosofía como forma de vida.

 

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