Este curso está dirigido a las personas que quieren “ver más de lo que ven” y que, por tanto, aspiran a vivir más cerca de la verdad (de quienes somos realmente) para poderse alejar de la confusión, las dudas y de su malestar existencial. Tal como proponía Sócrates con estas célebres palabras: La vida examinada es la única forma que merece ser vivida, el verdadero conocimiento no puede darse sin el cuestionamiento de que lo que sabemos, posiblemente, no es tan cierto como creemos. Es desde una indagación, como la que proponía Sócrates, dirigida a cuestionar nuestras creencias limitadas y prejuicios como podemos llegar a vivir de forma más auténtica. No se trataría, por tanto, de buscar el sentido de nuestra vida fuera de nosotros, sino que es mirando en nuestro interior cuando podemos conectar con nuestra propia plenitud. Sin embargo, no tan solo se trata de una indagación de índole cognitiva, sino también de incorporar en nuestra vida una práctica continua: una ascética de la autoobservación, de estar atento a la forma en la que vivimos, en ver cómo nos relacionamos con la vida para no dejarnos atrapar o identificar con los pensamientos repetitivos y asumidos de forma acrítica.
Es un trabajo que nos proporciona, en primer lugar, una comprensión profunda -que es la única vía que posibilita la transformación- y nos acerca a la verdad porque es la ignorancia -lo que creemos que somos- la causa principal de una vida inauténtica. En segundo lugar, se aborda esta indagación de una forma experiencial, es decir, desde nuestra experiencia vital y sentida de lo que somos en el presente. No es sólo un pensar lo que somos sino al mismo tiempo también es una experiencia contemplativa del SER.
Este curso de autoconocimiento filosófico está estructurado en dos partes:
-1ª) se proporcionan los recursos, los contenidos y las actitudes básicas para iniciar un proceso de autoconocimiento. Se trata de una parte más teórica pero siempre enfocada a un trabajo de autoconocimiento y práctico.
-2ª) un trabajo práctico de asesoramiento o acompañamiento filosófico con sesiones individuales. Se trata de aclarar y profundizar de forma filosófica en los temas que le interesan al alumno. La comprensión es el objetivo fundamental de esta etapa. Una comprensión que no es meramente intelectual sino una experiencia vital en la que se crean nuevos sentidos y se llega a un mayor nivel de conciencia.
METODOLOGÍA, DESARROLLO Y CONTENIDOS DE LAS SESIONES.
Todas las personas pueden hacer un trabajo filosófico de autoconocimiento. No se necesitan conocimientos previos de filosofía, porque estamos en un enfoque eminentemente práctico, en el que trabajamos desde la experiencia vivida por cada alumno. Quiero remarcar que los juicios y creencias limitados son los que surgen de nuestra propia experiencia vital, que no se trata de construir erudiciones filosóficas, muchas de ellas, desconectadas de nuestro sentir profundo.
Es un taller on-line individual. Se trata de una actividad formativa, no terapéutica en el sentido clínico, que aspira a que el alumno aprenda a vivir la vida con actitud filosófica. La filosofía es entendida como un Arte de la Vida, que permite al alumno crear su propia forma de vida, una nueva manera de ser y estar en el mundo, que confluye con el anhelo de vivir con más verdad su vida. No se dan, por tanto, ni normas ni recetas de cómo deben ser las personas, sino que los alumnos aprenden por ellos mismos, a partir de la reflexión dialogada.
Esta metodología también respeta el propio ritmo del alumno a la hora de comprender y clarificar su propia filosofía personal. Esto hace que no haya ninguna prisa porque en realidad no tenemos que llegar a ningún resultado, sino que nos dedicamos a clarificar su filosofía personal. La filosofía personal se basa en las interpretaciones que hacemos sobre el mundo y nosotros mismos. En palabras de Mónica Cavallé:
“Las concepciones que tenemos sobre la realidad y sobre nosotros mismos constituyen el bagaje desde el que interpretamos nuestra experiencia; son, por lo tanto, las que explican el significado que otorgamos a las cosas, personas y situaciones y, consiguientemente, las actitudes que adoptamos ante ellas; son las que esclarecen por qué hacemos ciertas cosas y no otras, por qué nos motivamos, nos desmotivamos, nos alegramos, nos entristecemos o experimentamos frustración, por qué algo nos atrae o nos contraría; son las que nos hacen sentir que debemos o no debemos, que podemos o no podemos, las que nos inclinan por una cosa o por otra, las que tornan nuestras conductas ecuánimes y altruistas o bien contradictorias y destructivas; etcétera”.
OBJETIVOS DEL AUTOCONOCIMIENTO
Por mi experiencia, en los cursos, a medida que se avanza en el trabajo de autoconocimiento, los alumnos se sienten más despiertos o lúcidos, y ven como se disipan angustias y miedos. Pero es sólo desde un camino en el que no buscas resultados inmediatos, sino tan solo avanzar en tu propio autoconocimiento. La indagación de nuestra filosofía personal ya lleva en sí misma una transformación que es producida al comprender y clarificar aspectos que eran erróneos, limitados o confusos No hay más objetivos que éste. Perseguir objetivos y aferrarse a los resultados o esperarlos, hace que no tengamos una buena relación con el presente. Cuando hablo de resultados, me refiero cuando “utilizamos” la filosofía para conseguir bienestar o felicidad, estamos dejando de filosofar ya que la filosofía es totalmente desinteresada y es amor a la verdad.
¿Quién soy yo?
Mi nombre es Cristina Avilés Marí. Podéis veraquí mi formación y experiencia.
Fechas y precio
El curso puede inciarse en cualquier momento. Los interesados pueden ponerse en contacto conmigo y establecemos el inicio a conveniencia del interesado. La duración es de 6 meses. Esta metodología nos permite hacer un trabajo personalizado, respetando el ritmo propio del alumno a la hora de clarificar y comprender sus inquietudes, problemas, dudas y confusiones vitales. La idea es ir haciendo un camino de autoconocimiento sin estar presionado por las fechas ni por los resultados.
Se hacen dos sesiones al mes, una cada quince días de 1.30h de duración. A pesar de que son dos sesiones mensuales, se trabaja durante todo el mes para que el trabajo realizado durante la sesión hace que en los 15 días siguientes lo aplicamos a nuestra vida diariamente.
La plataforma de Filósofos asesores tiene como objetivo difundir la práctica del asesoramiento filosófico en el enfoque sapiencial y facilitar recursos, que comprenden desde lecturas de libros, artículos y tesis doctorales hasta algunas prácticas que posibilitan un proceso de autoconocimiento filosófico. Podéis descargaros gratuitamente algunos de estos recursos y recibir noticias y actualizaciones cuando os registréis con vuestro correo electrónico en la Web .
Entre estos recursos hay uno que he elaborado yo misma: La importancia de hacerse buenas preguntas en el asesoramiento filosófico. Consiste en un breve texto y un ejercicio que nos permite ver la importancia y las repercusiones que se dan en relación con el tipo de preguntas que nos planteamos de forma recurrente.
Ha sortit una publicació meva a la revista El Búho de l’ Asociación Andaluza de Filosofía titulada “Sobre la paciencia”. Hi ha una altra publicació escrita per una companya que es dedica també a l’assessorament filosòfic en l’enfocament de la filosofia sapiencial. Es tracta de Silvia Artigues amb l’article: “El amor com anhelo”.
Els dos articles apareixen a la revista nº 22. Els podeu llegir aquí.
Sin responsabilidad resulta imposible tomar las riendas de nuestra vida y, de hecho, constituye la falta de ella uno de los mayores obstáculos para llegar a dueños y señores de lo que pensamos, hacemos y decimos. Obviamente, muchos de nuestros pensamientos, acciones y palabras se escapan a nuestro control porque se dan de forma mecánica e inconsciente. Pero, aunque en muchas ocasiones se nos «cuelan» algunos juicios, palabras y acciones que no hemos decidido por nosotros mismos, esto no significa que no seamos libres, ya que podemos hacernos conscientes, en mayor o menor medida, de lo que nos determina y adoptar una actitud hacia ello. Aquí es dónde radicaría nuestra identidad última, en cuanto ya no estamos en una posición de control, gestión o dominio de lo que pasa en nuestro interior y fuera de nosotros, sino en una posición de ver más claramente todo lo que sucede.
No se trata, por tanto, de entender la responsabilidad como «un hacer lo que uno quiera» sino de «querer que pase lo que me acontece«. La libertad, desde esta concepción no contempla si lo que nos pasa está determinado, ni tampoco si tenemos más o menos libertad externa: ¿Cuántas veces nos hemos sentido prisioneros de unas circunstancias que hemos elegido «libremente»? La responsabilidad no está, pues, relacionada con mi libertad externa sino con la reconciliación con la realidad. Spinoza en su obra Ética ilustra magistralmente esta idea:
«No nos esforzamos por nada, no queremos ni apetecemos ni deseamos ninguna otra cosa porque la juzguemos buena, sino al contrario, juzgamos que una cosa es buena porque tendemos hacia ella, la queremos, la apetecemos y la deseamos».
A través de este texto, vemos que la libertad consiste en comprender la necesidad existente entre causas y efectos del universo, incluidas las del cuerpo y la mente humana. De esta manera está unida la libertad con la necesidad, aunque parezca contradictorio, porque la libertad es conocimiento de la necesidad y comprensión de la realidad, bajo la luz de la razón y de nuestra sensibilidad más profunda que nos permite formar una idea clara y distinta de nuestros juicios erróneos. Con ello Spinoza no niega la libertad, sino que remite la libertad al conocimiento. Éstas son sus palabras en su obra Ética:
«Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia -lo que realmente sea útil-, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor, y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano para conservar su ser».
Es precisamente cuando el hombre comprende que no es libre cuando es libre. Así es como el conocimiento nos convierte en personas libres y por tanto responsables de nuestra vida. La virtud no es más que el esfuerzo por perseverar en el ser. ¿Qué significa perseverar en el ser? Es vivir de acuerdo con la verdad, en seguir ese anhelo interior de vivir en congruencia con la realidad y que nos lleva a vivir sin tener conflicto con ella. Sabemos que mucho de nuestro sufrimiento viene dado por no aceptar la realidad tal cómo es sino por pretender modificarla en cuanto no depende de nosotros. La responsabilidad «persevera en nuestro ser» en el momento que atendemos nuestras acciones asumiendo sus consecuencias y entendiendo en qué medida dependen de nosotros sus causas y efectos. Esto quiere decir que aceptamos nuestros errores y equivocaciones con una clara intención de aprender de éstos. La responsabilidad, por tanto, nos acerca indudablemente a la vida buena.
La responsabilidad, insisto, comporta una actitud en la que se da libertad de ser porque no me obstino en la idea de que las cosas deberían ser de una manera determinada. Aquí vale la pena rescatar a los estoicos, que al igual que Spinoza defienden que el mundo en su conjunto está sujeto a un determinismo, abren un margen a la libertad con la posibilidad de hacernos responsables en términos «de lo que depende de nosotros«. Resulta fundamental ver que esas acciones -las que dependen de mí- son asumidas por mí y no desplazo su desenvolvimiento y, por tanto, sus consecuencias a agentes externos, sean, el mundo, las circunstancias u otros. Somos los únicos seres que construyen representaciones y, por tanto, somos responsables de asumirlas como ciertas o no. Las falsas representaciones que asentimos como verdaderas son las que nos hacen esclavos y no libres. Dos son nuestras fuentes de esclavitud: los afectos (o pasiones) que inquietan sin cesar el alma, y las cosas exteriores. Epicteto dice:
«El principal quehacer en la vida es éste: distingue entre las cosas, sepáralas y dí: «Las cosas externas no dependen de mí, el albedrío depende de mí. ¿Dónde buscaré el bien y el mal? En lo interior, en lo mío”. Que en las cosas ajenas jamás hallarás ni bien ni mal, ni provecho ni daño, ni nada semejante.»
Responsabilizarse es poner claridad en lo que no confluye con nuestra libertad de ser, que es la ignorancia que obstaculiza el camino de ser. Resulta imprescindible descubrir que la libertad es una experiencia de ser, en la que vamos comprendiendo con más profundidad y radicalidad la realidad.
Otro factor imprescindible para vivir de forma responsable nuestra vida es el de distinguir entre responsabilidad y culpa. La diferencia más notoria es que en la culpa no hay aprendizaje sino una acusación o autoacusación de un suceso acontecido. Es decir, culpabilizar es señalar o señalarte como alguien que no hace las cosas bien y, de este modo, convertirse en un ser pequeño e insignificante que merece la reprobación, el castigo y la indiferencia. La culpa, por tanto, es el producto de un ego que se estanca en creencias limitadas. Por ejemplo, asumo que algo lo hice mal porque soy un desastre y nunca me doy cuenta de nada de lo que pasa alrededor. Ese relato me hunde en un estado de dolor porque me digo con reprobación que existe algo erróneo en mí que no me permite hacer las cosas bien. No me perdono ni mis equivocaciones ni mis errores por lo que la relación que tengo con lo que hago y conmigo mismo/a es conflictiva. A través de este ejemplo vemos dos elementos también imprescindibles a la hora de entender la responsabilidad que son la comprensión y el perdón. Cuando comprendo lo que ha pasado hay perdón de forma simultánea. Y la comprensión en este contexto no es un análisis mental de los efectos y las consecuencias de mis acciones erróneas, sino una visión más amplia de cómo vivo mi vida, en la que se da una reconciliación para poder ver más de lo que vemos. Asumimos la responsabilidad porque somos conscientes de nuestras equivocaciones, sin culpa y remordimiento, porque reconocemos nuestra ignorancia en nuestras decisiones y, eso nos lleva indudablemente a vivir con más verdad.
Sentirnos responsables, por tanto, se vincula a un acompañamiento de nuestro sentir más profundo. En el ámbito existencial puedo mirar las consecuencias de una mentira a un amigo, en el que obviamente, se da cierto dolor por ello. Aquí, pensar o reflexionar sobre ello, no nos va a aportar mucha luz en la comprensión de lo sucedido. Lo que nos va a aportar una mayor lucidez es dar paso a ese sentir el dolor por el mal generado, y eso nos va a conducir a una nueva comprensión de la situación. No estoy hablando de una apología del sufrimiento, sino de dar cabida a la responsabilidad, no sólo a las razones de nuestra equivocación sino también a cierta inteligencia de un sentir que nos atraviesa como seres humanos que somos. Una inteligencia que nos informa de lo que nos afecta, de cómo nos relacionamos con el mundo y de su sentido. Responsabilizarnos bebe de la fuente del amor que surge de uno mismo que no es distinto del amor al otro y al mundo. En la culpabilidad hay resentimiento, desprecio y odio a uno mismo y a los demás. El amor, pues, se entiende como el impulso a seguir con fidelidad nuestro propio camino hacia la plenitud que anhelamos y, en el que somos responsables en la medida que nos abrimos a ver. Por eso, como decía, la responsabilidad y la libertad caminan juntas de la mano cuando buscamos más verdad en nuestra vida. Simplemente eso, ver, atender y amar danzan juntas en un baile en el que la responsabilidad ya no es buscada ni intencionada, sino que es el acompañante de ese baile en el que cada uno de nosotros hace del mundo su propio hogar. Esta idea la muestra Josep María Esquirol en su obra Humano más humano«:
«…lo humano, de raíz, está más vinculado con la responsabilidad que con el dominio; que una civilización más humana nos lleva a hacer del mundo nuestra casa más que a salir de casa para dominar el mundo; que una cultura más humana no es una cultura miedosa ni nihilista, sino la que sabe que no hay fuerza más intensa que la que se conjuga con el sentido. En la debilidad, lo humano, la vulnerabilidad …, se siente el pulso de la verdad «.
Un nuevo artículo que trata Sobre la responsabilidad, en la revista homonosapiens:
Sin responsabilidad resulta imposible tomar las riendas de nuestra vida y, de hecho, constituye la falta de ella uno de los mayores obstáculos para llegar a dueños y señores de lo que pensamos, hacemos y decimos. Obviamente, muchos de nuestros pensamientos, acciones y palabras se escapan a nuestro control porque se dan de forma mecánica e inconsciente. Pero, aunque en muchas ocasiones se nos «cuelan» algunos juicios, palabras y acciones que no hemos decidido por nosotros mismos, esto no significa que no seamos libres, ya que podemos hacernos conscientes, en mayor o menor medida, de lo que nos determina y adoptar una actitud hacia ello. Aquí es dónde radicaría nuestra identidad última, en cuanto ya no estamos en una posición de control, gestión o dominio de lo que pasa en nuestro interior y fuera de nosotros, sino en una posición de ver más claramente todo lo que sucede.
No se trata, por tanto, de entender la responsabilidad como «un hacer lo que uno quiera» sino de «querer que pase lo que me acontece«. La libertad, desde esta concepción no contempla si lo que nos pasa está determinado, ni tampoco si tenemos más o menos libertad externa: ¿Cuántas veces nos hemos sentido prisioneros de unas circunstancias que hemos elegido «libremente»? La responsabilidad no está, pues, relacionada con mi libertad externa sino con la reconciliación con la realidad. Spinoza en su obra Ética ilustra magistralmente esta idea:
«No nos esforzamos por nada, no queremos ni apetecemos ni deseamos ninguna otra cosa porque la juzguemos buena, sino al contrario, juzgamos que una cosa es buena porque tendemos hacia ella, la queremos, la apetecemos y la deseamos».
A través de este texto, vemos que la libertad consiste en comprender la necesidad existente entre causas y efectos del universo, incluidas las del cuerpo y la mente humana. De esta manera está unida la libertad con la necesidad, aunque parezca contradictorio, porque la libertad es conocimiento de la necesidad y comprensión de la realidad, bajo la luz de la razón y de nuestra sensibilidad más profunda que nos permite formar una idea clara y distinta de nuestros juicios erróneos. Con ello Spinoza no niega la libertad, sino que remite la libertad al conocimiento. Éstas son sus palabras en su obra Ética:
«Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia -lo que realmente sea útil-, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor, y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano para conservar su ser».
Es precisamente cuando el hombre comprende que no es libre cuando es libre. Así es como el conocimiento nos convierte en personas libres y por tanto responsables de nuestra vida. La virtud no es más que el esfuerzo por perseverar en el ser. ¿Qué significa perseverar en el ser? Es vivir de acuerdo con la verdad, en seguir ese anhelo interior de vivir en congruencia con la realidad y que nos lleva a vivir sin tener conflicto con ella. Sabemos que mucho de nuestro sufrimiento viene dado por no aceptar la realidad tal cómo es sino por pretender modificarla en cuanto no depende de nosotros. La responsabilidad «persevera en nuestro ser» en el momento que atendemos nuestras acciones asumiendo sus consecuencias y entendiendo en qué medida dependen de nosotros sus causas y efectos. Esto quiere decir que aceptamos nuestros errores y equivocaciones con una clara intención de aprender de éstos. La responsabilidad, por tanto, nos acerca indudablemente a la vida buena.
La responsabilidad, insisto, comporta una actitud en la que se da libertad de ser porque no me obstino en la idea de que las cosas deberían ser de una manera determinada. Aquí vale la pena rescatar a los estoicos, que al igual que Spinoza defienden que el mundo en su conjunto está sujeto a un determinismo, abren un margen a la libertad con la posibilidad de hacernos responsables en términos «de lo que depende de nosotros«. Resulta fundamental ver que esas acciones -las que dependen de mí- son asumidas por mí y no desplazo su desenvolvimiento y, por tanto, sus consecuencias a agentes externos, sean, el mundo, las circunstancias u otros. Somos los únicos seres que construyen representaciones y, por tanto, somos responsables de asumirlas como ciertas o no. Las falsas representaciones que asentimos como verdaderas son las que nos hacen esclavos y no libres. Dos son nuestras fuentes de esclavitud: los afectos (o pasiones) que inquietan sin cesar el alma, y las cosas exteriores. Epicteto dice:
«El principal quehacer en la vida es éste: distingue entre las cosas, sepáralas y dí: «Las cosas externas no dependen de mí, el albedrío depende de mí. ¿Dónde buscaré el bien y el mal? En lo interior, en lo mío”. Que en las cosas ajenas jamás hallarás ni bien ni mal, ni provecho ni daño, ni nada semejante.»
Responsabilizarse es poner claridad en lo que no confluye con nuestra libertad de ser, que es la ignorancia que obstaculiza el camino de ser. Resulta imprescindible descubrir que la libertad es una experiencia de ser, en la que vamos comprendiendo con más profundidad y radicalidad la realidad.
Otro factor imprescindible para vivir de forma responsable nuestra vida es el de distinguir entre responsabilidad y culpa. La diferencia más notoria es que en la culpa no hay aprendizaje sino una acusación o autoacusación de un suceso acontecido. Es decir, culpabilizar es señalar o señalarte como alguien que no hace las cosas bien y, de este modo, convertirse en un ser pequeño e insignificante que merece la reprobación, el castigo y la indiferencia. La culpa, por tanto, es el producto de un ego que se estanca en creencias limitadas. Por ejemplo, asumo que algo lo hice mal porque soy un desastre y nunca me doy cuenta de nada de lo que pasa alrededor. Ese relato me hunde en un estado de dolor porque me digo con reprobación que existe algo erróneo en mí que no me permite hacer las cosas bien. No me perdono ni mis equivocaciones ni mis errores por lo que la relación que tengo con lo que hago y conmigo mismo/a es conflictiva. A través de este ejemplo vemos dos elementos también imprescindibles a la hora de entender la responsabilidad que son la comprensión y el perdón. Cuando comprendo lo que ha pasado hay perdón de forma simultánea. Y la comprensión en este contexto no es un análisis mental de los efectos y las consecuencias de mis acciones erróneas, sino una visión más amplia de cómo vivo mi vida, en la que se da una reconciliación para poder ver más de lo que vemos. Asumimos la responsabilidad porque somos conscientes de nuestras equivocaciones, sin culpa y remordimiento, porque reconocemos nuestra ignorancia en nuestras decisiones y, eso nos lleva indudablemente a vivir con más verdad.
Sentirnos responsables, por tanto, se vincula a un acompañamiento de nuestro sentir más profundo. En el ámbito existencial puedo mirar las consecuencias de una mentira a un amigo, en el que obviamente, se da cierto dolor por ello. Aquí, pensar o reflexionar sobre ello, no nos va a aportar mucha luz en la comprensión de lo sucedido. Lo que nos va a aportar una mayor lucidez es dar paso a ese sentir el dolor por el mal generado, y eso nos va a conducir a una nueva comprensión de la situación. No estoy hablando de una apología del sufrimiento, sino de dar cabida a la responsabilidad, no sólo a las razones de nuestra equivocación sino también a cierta inteligencia de un sentir que nos atraviesa como seres humanos que somos. Una inteligencia que nos informa de lo que nos afecta, de cómo nos relacionamos con el mundo y de su sentido. Responsabilizarnos bebe de la fuente del amor que surge de uno mismo que no es distinto del amor al otro y al mundo. En la culpabilidad hay resentimiento, desprecio y odio a uno mismo y a los demás. El amor, pues, se entiende como el impulso a seguir con fidelidad nuestro propio camino hacia la plenitud que anhelamos y, en el que somos responsables en la medida que nos abrimos a ver. Por eso, como decía, la responsabilidad y la libertad caminan juntas de la mano cuando buscamos más verdad en nuestra vida. Simplemente eso, ver, atender y amar danzan juntas en un baile en el que la responsabilidad ya no es buscada ni intencionada, sino que es el acompañante de ese baile en el que cada uno de nosotros hace del mundo su propio hogar. Esta idea la muestra Josep María Esquirol en su obra Humano más humano«:
«…lo humano, de raíz, está más vinculado con la responsabilidad que con el dominio; que una civilización más humana nos lleva a hacer del mundo nuestra casa más que a salir de casa para dominar el mundo; que una cultura más humana no es una cultura miedosa ni nihilista, sino la que sabe que no hay fuerza más intensa que la que se conjuga con el sentido. En la debilidad, lo humano, la vulnerabilidad …, se siente el pulso de la verdad «.
Me viene a la cabeza todas las veces que he escuchado a alguien hablar sobre la urgencia de un cambio en su vida. Es como un mantra que deambula, va y viene, incesantemente, en diferentes formatos: “necesito un cambio”, “necesito que cambies”, “es necesario que el mundo cambie”. El denominador común de estos tres tipos de demanda es que se sustentan en una creencia que predica que mi plenitud reside en última instancia en los demás o en el exterior. En la sociedad actual, para poder saciar esta necesidad de cambio, se vende mucha actividad y muchos productos que nos prometen paraísos terrenales y cambios para “mejorar” nuestra vida. Sin embargo, aunque exista mucha circulación de actividades hay muy poca experiencia. Viajamos, por ejemplo, buscando una experiencia que nos llene y, en muchas ocasiones, volvemos con las maletas repletas de cosas, comprobando, al mismo tiempo, que tan rápido como se llenan también se vacían. Si supiéramos que cuanto más buscamos menos hallamos lo que anhelamos, nuestra vida sería otro cantar: supondría la posibilidad de empezar a crear bellas melodías en sintonía con el latido del Universo. ¡Nos cuesta tanto descansar en la quietud! Tanto movimiento y actividad que no nos permite ver que es en la quietud desde donde podemos atisbar la transformación. A través palabras de Lao Tzu en el Tao Te King se muestra esta idea:
Sin salir más allá de tu puerta, puedes conocer los asuntos del mundo.
Sin asomarte a través de la ventana, puede ver al Tao Primordial.
No es necesario viajar más lejos para conocer más.
Así pues, el Sabio conoce sin viajar, ve sin mirar, y logra sin actuar.
No es lo mismo un cambio que una transformación y, no todos los cambios implican que haya una transformación. Resulta, pues, necesario distinguir entre cambio y transformación. La filosofía antigua arroja luz a esta distinción cuando concebía la filosofía como una forma de vida, que se alejaba de un conocimiento meramente intelectual, para dar lugar a una “sabiduría” que comprometía a la existencia entera y permitía vivir al hombre en unidad con el cosmos. A diferencia de los cambios que son temporales, la transformación, pues, abarca todo el ser. No se limita a alterar el orden de las cosas para conseguir un resultado, o en el que sustituimos una cosa por otra para adaptamos a una nueva situación. En la transformación el cambio emerge desde de nuestro interior, socava lo más profundo y va a la raíz de mi visión de la realidad: comprendiendo cómo y desde dónde vivo emerge una mirada nueva que impulsa la creación de un nuevo sentido. Por ejemplo, tenemos el caso de una persona que se encuentra insatisfecha, hastiada y desmotivada con su trabajo. Decide cambiar de lugar suponiendo que un cambio de compañeros y de lugar podría suponer una solución. Pero, por qué no se plantea, qué es lo que necesita de verdad, si ese trabajo está expresando lo mejor de sí mismo, si se están movilizando sus mejores cualidades, si se corresponde con lo que da sentido a su vida y, por tanto, va en sintonía con la alegría (en términos de Spinoza) y la plenitud. Los estoicos, sabían mucho de todo esto, y sabían cómo dotarnos de la mejor versión de nosotros mismos. Los cambios transformadores se producen cuando prestamos atención a lo que depende de nosotros y, además, vivimos en confluencia con la realidad, aceptando que no podemos tener control sobre lo que acontece. Una filosofía que orientaba sus prácticas hacia una mayor consecución de libertad interior.
El verdadero cambio que nos transforma es el que surge de lo más genuino y profundo de nosotros mismos. Esto supone una indagación introspectiva que favorece la consecución de una mejor comprensión de la realidad, a través de la búsqueda de la verdad, en la que se cuestionan las interpretaciones que distorsionan nuestra mirada y, que permite “vivirnos” desde quienes ya somos. Los cambios no se producen sin una entrega a la realidad tal como es. Se trata, pues de mirar lo que está pasando, sin negarlo o rechazarlo. Es estar presente sin establecer juicios que provengan de expectativas, exigencias o de ideales. La entrega se traduce en una confianza incondicional en la realidad y, por tanto, en una ausencia de conflicto entre el yo y la realidad. Y, a eso no se llega desde un empeño o un querer del intelecto. Estamos muy lejos, pues, de posiciones voluntaristas, de un esfuerzo para ser mejores o cambiar, sino ante una invitación para emprender la experiencia de la unidad. Como dice Jäger Willigis en su obra“Sobre el amor”:
En la senda espiritual, la ética surge en la persona no de buenos propósitos y de apelaciones a la voluntad, sino de la experiencia de la unidad. La persona se transformará hasta en lo más profundo de su ser. Esto trae consigo una transformación de la conciencia y de una visión del mundo que supera el estrecho círculo del yo. La persona abandona su egocentrismo e individualismo, y se experimenta como parte de un gran todo.
El cambio transformador se da, por tanto, cuando rompemos con esa inercia a vivir separadamente del mundo. Y, esto no puede darse si estamos atrapados en el tiempo psicológico-egótico o en el cronológico. La transformación se da en un presente atemporal. Krishnamurti en su obra “Vivir de instante en instante” lo expresa a través de estas palabras:
El hombre que confía en el tiempo como medio por el cual puede lograr la felicidad, comprender la verdad o Dios, sólo se engaña a sí mismo; vive en la ignorancia y, por lo tanto, en conflicto. Pero el que ve que el tiempo no es la salida de nuestras dificultades, y por lo tanto está libre de lo falso, un hombre así, naturalmente, tiene la intención de comprender; su mente, por consiguiente, está serena espontáneamente, sin compulsión, sin prácticas. Cuando la mente está serena, tranquila, sin buscar respuesta ni solución alguna, sin resistir ni esquivar, sólo entonces puede haber regeneración, porque entonces la mente es capaz de captar lo que es verdadero; y es la verdad lo que libera, no vuestro esfuerzo por ser libres.
Siguiendo esta idea, es evidente que ha sido bastante recurrente en Occidente la búsqueda de cambios como sinónimo de progreso, haciendo un uso -más que cuestionable y harto criticado- de la razón instrumental. La voluntad aquí se halla sometida a una creencia de que el cambio es sinónimo de progreso, entendido como un ideal que nos proporcionará la felicidad en el futuro. Un ideal que está fundamentado en una deficiente comprensión radical de la realidad, puesto que la felicidad se da cuando vivimos en confluencia con el sentido de la Vida, del Logos, el Tao, el brahman… Volviendo de nuevo a Jäger Willigis: afirma que el verdadero progreso es el origen y, por tanto, el regreso. Para explicar esta idea la relaciona con la parábola del hijo pródigo que, según sus palabras, “ilustra magistralmente la historia de nuestra transformación”. Al igual que el hijo pródigo, quien simboliza el ego que actúa de forma narcisista, hemos abandonado la casa del padre, quien simboliza la esencia de nuestro ser, nuestra patria. En consecuencia, hemos olvidado quiénes somos en realidad. Esto, evidentemente nos produce dolor que resulta de la consecuencia natural de la separación de nuestra verdadera esencia. Siguiendo las palabras del autor dice lo siguiente:
Parece que debemos atravesar primero por la separación, el dolor y la necesidad, antes de estar preparados para regresar a nuestra verdadera patria. Con frecuencia es el dolor, el fracaso, lo que nos hace recobrar la conciencia y lo que nos recuerda nuestra meta verdadera. En la historia se trata de la casa del padre, queriendo señalar con ello nuestra esencia verdadera, el regreso a la unidad con el fundamento primordial de la vida.
La transformación implica, pues, descubrimiento. Parafraseando las célebres palabras de Proust: «El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos«. Una mirada que es equivalente a estar atentos y, que no es otra cosa, que tener cuidado de nosotros mismos y, por tanto, del mundo. En esa mirada lúcida y penetrante está el germen de la transformación, que se sitúa en las antípodas de esos cambios que circulan en los mercados perecederos del Ser. A diferencia de lo que se enseña en las facultades de Filosofía, para llegar a la transformación no se requieren grandes dosis de erudición, pensamiento ni grandes dotes argumentativas, sino una mirada desnuda y limpia que despoja al mundo de filtros, retoques y capas de maquillaje. Desde allí, entregados en la quietud del silencio, paradójicamente, no nos encontramos solos sino reconciliados con la vida y con el mundo porque estamos de nuevo en casa. Por último, estas palabras de Nisagadartta en su obra Yo soy eso:
Siéntase perdido! Mientras se sienta competente y seguro, la realidad está más allá de su alcance.
A menos que acepte la aventura interior como modo de vida, el descubrimiento no llegará a usted.
Olvide sus experiencias pasadas y sus logros, quédese desnudo, expuesto a los vientos y lluvias de la vida y tendrá una oportunidad.
Un artículo que he publicado en Homonosapiens que se titula: Sobre la gratitud.
Nuestros padres nos han enseñado desde muy pequeños que es de buena educación dar las gracias y es de mala educación el no hacerlo. Con ello me estoy refiriendo a una educación que está vinculada a la obediencia, al deber, a lo correcto. Pero, más allá de una educación meramente formal, que considero necesaria en cuanto propicia una mejor convivencia, se da otra acepción de la gratitud desde una dimensión más profunda y radical en nuestra existencia, que es lo que trataré de hilvanar a continuación, y que no pretende, en absoluto, substituir o negar la anterior, sino nutrirla y enriquecerla.
Primero de todo, quiero recalcar que una de las cuestiones que más me ha dado que pensar, en mi trabajo de autoconocimiento, ha sido el de la gratitud, y es en el que he intentado -e intento- poner más luz. Partiré, pues, de mi singular experiencia para profundizar más en la cuestión. Recibí una educación en la que me dijeron que dar las gracias suponía deber algo a alguien o, en caso contrario, que me debían algo si me las daban a mí. Y, aunque, es cierto que prefería que me debieran antes de deber yo algo, pude vislumbrar que, en realidad, la gratitud tiene que ver mucho con el amor. En este caso el amor es colocarse de alguna manera en la posición del dar, pero no de un dar que espera algo, que exige algo, sino de un dar incondicional y que se “abre” también al otro: “no hay un dar sin recibir”. La gratitud, pues, parte de ese querer sin condiciones, expectativas y exigencias. La gratitud, por tanto, tiene que ver con el amor, con el amor que soy, que somos, con la unidad con el Todo. Jäger Wiligis en su obra Sobre el amor nos dice:
Más bien (el amor) intenta hacer accesible un territorio para la unión íntima, que supere ampliamente el «Yo te amo» y el «Tú me amas». Se trata del terreno de la unidad con todos y con cada uno. Supera la visión antropocéntrica del mundo y nuestro egocentrismo. Coloca en el foco de atención las verdades de fondo y hace que sean accesibles nuestros lazos con las causas más profundas de nuestro ser. Aquí no se experimenta el yo como algo separado de todo lo demás, sino como una ola del océano.
En el acto de agradecer más genuino se da, pues, un reconocimiento de algo. Recibimos lo que se nos da, o se nos presenta, como algo valioso y, a la vez, expresamos ese reconocimiento de forma íntima y/o verbal. Y, ahí viene uno de mis campos de batalla más encarnizados: ¿cómo voy a reconocer esos actos que resultan dolorosos, injustos o aberrantes? Y, haciendo referencia en nuestro contexto actual al coronavirus, ¿cómo vamos a agradecer que amenace un virus nuestra vida y nuestra estabilidad económica? De primeras, resulta de poco sentido común e ilógico agradecer lo que aparentemente nos daña; aunque es bien sabido, que el sentido común y la lógica no siempre van de la mano de la verdad más profunda y radical. Se acepta, de forma generalizada, por tanto, una creencia basada en que es de agradecer lo «positivo» y lo «agradable», pero no lo que sentimos que nos «pesa» o limita. Normalmente, se entiende como algo que nos aleja de la vida buena, y que emerge de concepciones simplistas de la felicidad, que no atienden a abrirse a todas las dimensiones de la vida. Sin embargo, no hay alegría sin transitar la tristeza de momentos dolorosos, ni tampoco haber aprendido de las dificultades. Y eso es, cuando ocurre evidentemente, es de agradecer, porque comporta más comprensión y, por tanto, más verdad. Nietzsche, en la Gaya ciencia nos da un buena lección de ello:
Vivir: esto significa para nosotros transformar constantemente en luz y llama todo lo que somos, también todo lo que nos afecta, y no podemos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo que concierne a la enfermedad, ¿no estaríamos casi tentados de preguntar si podemos siquiera prescindir de ella? Sólo el gran dolor es el liberador último del espíritu… Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que somos quemados como madera verde, por así decir, nos fuerza a nosotros filósofos a descender a nuestra última profundidad y a despojarnos de toda la confianza, de toda la placidez, de todos los velos, de la gentileza y la mezquindad en las que tal vez hemos instalado nuestra humanidad. No estoy seguro si el dolor nos «mejora», pero sé que nos vuelve más profundos.
El agradecimiento desde la filosofía sapiencial está íntimamente unido con “vivirnos” desde nuestra identidad última y más profunda, que no es más que nuestra capacidad de amar, comprender y crear, cualidades esenciales del ser humano. Desde este lugar es desde donde podemos hacer posible un cambio de mirada para poder ejercitarnos en el agradecimiento más profundo: en contemplar como la Vida se manifiesta a través de nosotros. Se nos hace evidente que no tan solo nos conforma lo que nos conmueve y nos alegra, sino también lo que nos entristece y nos da miedo. En todo ello se encuentra la posibilidad de profundizar y ahondar en la realidad del ser humano, que es, esencialmente, la misma en todos los seres humanos. Y en ese reconocimiento profundo de quiénes somos es donde se nos hace evidente que la Vida nos posee y se manifiesta a través de nosotros. Agradecer íntimamente esto es todo un ejercicio vital que nos remite a la vida buena.
La mejor expresión de nosotros viene, por tanto, a través del reconocimiento esencial de quiénes somos y, de ahí surge el agradecimiento más profundo y genuino. No en vano, se difundió en los clásicos, entre ellos a Sócrates, la práctica del autoconocimiento con el objetivo de ahondar en el conocimiento de la realidad humana. Esa ingente tarea de muchos pensadores, para dar más luz a nuestra conciencia, es también otro motivo de agradecimiento, ya que nos muestra la idea de que en nuestro interior se halla la chispa que nos trasciende y que también nos alimenta. Recordando a Pierre Hadot: “a través de la introspección accedemos a la Universalidad del pensamiento del Todo”. ¿Quién soy yo? Soy anhelo y deseo de verdad y, en esa verdad, reside la evidencia de que soy con los otros y con el mundo que me sostiene. Para agradecer, pues, es necesario abrir bien los ojos. Es aquí donde radica la actitud filosófica de un saber vinculado a un “despertar”. Miremos, pues, el mundo con esos ojos, “que nos permitan dotar de alas nuestras almas”. Tal como dice Filón:
Quienes practican la sabiduría están en excelente disposición para contemplar la naturaleza y todo lo que ella contiene; observan la tierra, el mar, el aire y el cielo con todos sus moradores; gozan pensando en la luna, en el sol, en los demás astros, errantes y fijos, en sus evoluciones y si bien a causa del cuerpo están atados aquí abajo, a la tierra, dotan de alas a sus almas a fin de avanzar entre el éter y contemplar las potencias que allá habitan, como conviene a verdaderos ciudadanos del mundo. Rebosantes de este modo de una perfecta excelencia, acostumbrados a no tomar en consideración los males del cuerpo ni las cosas exteriores […] se entiende que tales hombres, en los goces de sus virtudes, pueden convertir su vida entera en una fiesta.
Somos un grupo de filósofos dedicados al Acompañamiento o Asesoramiento Filosófico y vinculados a la Escuela de Filosofía Sapiencial creada por Mónica Cavallé. A través de esta página, deseamos prestar un servicio desinteresado a quienes se están viendo golpeados, a nivel existencial, por la delicada situación generada por el COVID-19. Para obtener más información: Acompañamiento filosófico COVID-19
En esta ocasión en el articulo, que he escrito en la revista homonosopiens, reivindico la práctica de la contemplación de la belleza, como acción subersiva frente a las imágenes estereotipadas y fabricadas en serie por la sociedad de consumo en la que vivimos. El enlace original está aquí. El texto es el siguiente:
Theodor Adorno inicia su obra la Teoría Estética de este modo: “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia”. A partir de sus palabras -aunque hayan pasado 50 años desde su publicación- se puede poner en contexto el concepto de belleza en la actualidad. Es cierto que la belleza, siguiendo la crítica de Adorno al arte, se ha visto desvirtuada -no tan sólo en el ámbito artístico- por parámetros capitalistas, perdiendo su autonomía para convertirse en mercancía y, también resulta evidente, que su propia rentabilidad pone en peligro hasta su propia existencia. Además, la experiencia y el anhelo de contemplar la belleza en sí misma también se ha visto alterada -por no decir que está en peligro de extinción-, puesto que se hace menos frecuente aquella experiencia a través de la cual entramos en contacto con una dimensión esencial y profunda de nuestro ser. La belleza, por tanto, en muchos casos, ha dejado de ser bella porque sigue una finalidad, sea la de producir dinero o la de complacer a otros, no por quienes somos sino más bien por lo que deberíamos ser. Esto viene determinado en muchas ocasiones por las empresas y el mercado. Nos volvemos con ello heterónomos, es decir dependientes de una marca y de una imagen, que no son más que un débil reflejo, una imagen esperpéntica de la belleza -de la no belleza-, que nos convierte en esclavos de apariencias que nos alejan de nuestra identidad.
En esta idea de belleza vacía de belleza -que es superficial, estéril y heterónoma- devenimos sujetos pasivos, faltos de libertad y poco creativos. Buscamos con ansiedad poseer y retener la belleza a golpe de talonario, sin comprender que ya somos belleza esencialmente. No hay nada más ilusorio que pensar que podemos comprar la belleza, cuando lo que en realidad nos sucede es que estamos atados de manos y pies, en una caverna al modo platónico, sin poder ver que la auténtica belleza reside en nosotros mismos. De este modo, vivimos en continua guerra contra el tiempo porque no queremos que se desvanezca la belleza de nuestra juventud, ni que se marchiten las flores de nuestro jarrón, cuando es precisamente en ese transcurrir del tiempo donde se halla el misterio de la existencia y su belleza. La auténtica belleza es atemporal y, en su misma contemplación vivimos en el instante esa experiencia sublime de que podemos existir más allá de la temporalidad: tenemos la impresión de que el mundo se ha detenido y de que se ha borrado toda separación entre yo y el mundo.
Frente a una belleza enlatada y producida en serie, la filosofía reivindica la experiencia contemplativa de la belleza, que remite a una experiencia del SER, que resulta ser transformadora porque nos abre al mundo desde un sentir que emerge de nuestra interioridad más profunda y radical. Supone, pues, un antídoto y un acto revolucionario porque implica una pausa o una acción de detenerse ante la aceleración del tiempo que no para de correr. La contemplación nos lleva a otro lugar porque nos conecta con lo que ya somos: la belleza de nuestro ser es la belleza que hace bellas a las cosas bellas. Pero, veamos, un poco más en detalle lo que se entiende por contemplación. El término contemplación proviene del vocablo latino contemplatio, que deriva de contemplum, una plataforma situada delante de los templos paganos, desde la cual los servidores del culto escrutaban el firmamento para conocer los designios de los dioses. De contemplum procede asimismo el término latino contemplari: «mirar lejos» y fue utilizado en la antigüedad para traducir la palabra griega theoría, «contemplación». Contemplar es, pues, una experiencia del Ser que implica una mirada atenta, profunda y detenida sin juicio. Mónica Cavallé nos clarifica esta idea a través de las siguientes palabras: “La contemplación era, además, un conocimiento experiencial: conocer el Ser era ser el Ser. Contemplar era tornarse uno con lo contemplado”. En el tema que nos ocupa, la contemplación de la belleza es una experiencia que aspira a la “visión” y el contacto con la belleza, una vivencia en la que subyace una capacidad para ser conmovidos y afectados y, que posibilita una modificación de nivel de conciencia y de transformación. Cabe subrayar que esta concepción de vida contemplativa queda paulatinamente relegada por una concepción de la filosofía entendida como discurso teórico fruto de una actividad estrictamente intelectual. Hecho que comporta un empobrecimiento y alejamiento de la experiencia de ser belleza porque es absolutamente vano intentarlo desde una serie de teorías o discursos, ni tampoco desde los distintos estándares fabricados que la sociedad de consumo nos ofrece. En sus palabras, en El arte de Ser, Mónica Cavallé lo expresa de la siguiente manera:
“De modo que, si bien la cultura dota en cierta medida de contenido a estas nociones, no es la cultura la que crea en nosotros la aspiración al bien, a la belleza o la verdad, ni la capacidad de conmovernos ante un acto bueno, ante una realidad bella, ante la congruencia inapelable de la verdad. Paradójicamente, al tratarse de una luz que es siempre más originaria que cualquier contenido de conciencia particular, es un criterio que no se puede aferrar, compendiarse en una serie de juicios. Lo que nos pone directamente en contacto con la dimensión más profunda y significativa de lo real no son los procesos ni los contenidos mentales, tampoco las emociones (que son ecos de los movimientos mentales), sino un sentir que es algo así como el tacto, el gusto o la vista de lo profundo en nosotros”.
En este sentido también encontramos en Byung-Chul Han en su obra Filosofía del budismo Zen, en el capítulo donde trata el concepto de vacío en el budismo encontramos una referencia sugerente de lo que es la contemplación:
«El vacío “vacía” al que mira en lo mirado. Se ejercita un ver que en cierto modo es objetivo, que se hace objeto, un ver “amistoso” que deja ser. Hay que considerar el agua tal como el agua ve agua”. Una contemplación perfecta se produciría por el hecho de quien contempla se hiciera “acuoso”.
También dice:
“El asno ve en las fuentes y las fuentes ven el asno. El pájaro mira la flor y la flor mira al pájaro. Todo esto es la “concentración en el despertar”. La esencia ejerce su fuera esenciante en todo lo presente, y todo ser presente aparece en la esencia una”.
En otra parte del libro expresa:
“Contemplar el paisaje de modo exhaustivo significa hundirse en él apartando la mirada de sí mismo. El que contempla no tiene aquí el paisaje como un objeto que está frente a él. Más bien, el contemplativo se funde con el objeto”.
En esta idea de tornarse uno con lo contemplado y de fundirse con el objeto, subyace la idea de que la belleza que reside en todos los cuerpos es una e idéntica. Aquí en este punto resulta necesario hacer una referencia a Platón, cuando expresa de forma magistral el camino para llegar a la visión de la belleza. Su definición de belleza radica en mostrar que la belleza es el resplandor de la idea en la cosa. Es «presencia», aparecer de la presencia misma de la idea en la cosa misma. Las cosas son bellas porque nos transportan fuera de lo inmediato y material, a través de ese resplandor de la idea en lo material. A través de ese impulso de deseo de lo bello (Eros) ascendemos desde las cosas materiales hasta la idea misma de belleza, por lo que se hace visible a los ojos del alma. En su obra El Banquete muestra esta idea:
“En efecto, si es preciso buscar la belleza en general, sería una gran locura no creer que la belleza, que reside en todos los cuerpos, es una e idéntica. Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe mostrarse amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de una despreciable pequeñez, de toda pasión que se reconcentre sobre uno sólo. […] Siguiendo así, se verá necesariamente conducido a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, a ver que esta belleza por todas partes es idéntica a sí misma, y hacer por consiguiente poco caso de la belleza corporal. De las acciones de los hombres deberá pasar a las ciencias para contemplar en ellas la belleza; y entonces, teniendo una idea más amplia de lo bello, no se verá encadenado como un esclavo en el estrecho amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una sola acción, sino que lanzado en el océano de la belleza, y extendiendo sus miradas sobre este espectáculo, producirá con inagotable fecundidad los discursos y pensamientos más grandes de la filosofía, hasta que, asegurado y engrandecido su espíritu por esta sublime contemplación, sólo perciba una ciencia, la de lo bello. «
Para acabar, cabe decir que la contemplación se puede cultivar a través de la práctica. Es tan sólo a través de una experiencia que ejercitamos de forma continua cuando puede transformarse una mirada atrapada en la prisión egótica, a una mirada más lúcida, profunda y fecunda. Platón acaba de darnos algunas indicaciones de cómo, siguiendo el anhelo y amor que reside en nosotros mismos de aspiración de la belleza y, también, a través de la contemplación, podemos “engrandecer nuestro espíritu”, elevarnos hacia el pensamiento puro y amor de la belleza y la verdad. Añado, de la mano de Consuelo Martín, unas indicaciones, que en la línea de Platón, añaden un matiz, quizás más práctico y accesible para iniciarse en una vida contemplativa. Os dejo, pues, con sus palabras y con todo mi deseo de que puedan servir para este fin:
“La contemplación implica desdibujar y volver a dibujar de nuevo una realidad, que ya no busca fuera de nosotros lo que ya somos, sino que implica ser a la vez lo contemplado, que es lo que profundamente somos. Cuando reconoces la belleza en una flor sumérgete en la belleza misma. Desde el objeto donde la has reconocido por tu sensibilidad, gírate hacia la belleza misma y quédate en ese estado. Sólo queda esa hermosura que es el reflejo de lo divino en lo manifestado. El reflejo que te lleva al origen. Tú no eres alguien que añora la belleza de una flor. Eres belleza. Contempla esa belleza que eres. Contempla la perfección que añoras. No intentes atraparla. Sólo dedícate a contemplarla”.
Esta vez escribo en la revista Homonosapiens sobre la confianza, brújula de nuestro pensar y sentir, que nos orienta, sin duda, a la vida buena. El artículo original está aquí
¡Oh mundo, todo cuanto se adecua a ti se adecua a mí! Nada sucede para mí demasiado pronto ni demasiado tarde siempre que sucede a tiempo para ti. Oh naturaleza, cualquier cosa que tus estaciones proporcionen será fructífera. Todo de ti, todo en ti, todo para ti.
Marco Aurelio, Meditaciones
Entre todas las acepciones que existen sobre el concepto de confianza, me centraré en la que apela a una disposición o actitud a creer, tener fe y rendirse a lo que uno es en sí mismo que, a su vez, converge en la actitud de vivir conforme a la Razón. En palabras de Pierre Hadot en Ejercicios espirituales y filosofía antigua, al hilo de la anterior cita de Marco Aurelio, que influye a Jules Michelet, esto quiere decir lo siguiente:
Vivir conforme a la Razón supone por lo tanto reconocer que aquello que sucede “a tiempo” para el mundo sucede también a tiempo para nosotros mismos, que eso que “armoniza” con el mundo “armoniza” con nosotros mismos”, que el ritmo del mundo debe ser nuestro mundo. De este modo tal como Marco Aurelio repite por doquier, “amaremos” todo cuando el mundo “ama” crear, estaremos en armonía con la armonía de la propia naturaleza.
Desde esta perspectiva, por tanto, nos alejamos de una “falsa” concepción de la confianza que esté en relación a cumplir unas expectativas, es decir, de un apego a cómo deberían ser las cosas, el mundo y nosotros mismos, que no sería más que una expresión de nuestros propios límites a la hora de aceptar la realidad tal como es. La confianza va más allá de teorías, de los resultados y de exigencias ficticias porque está vinculada a la expresión de nuestra propia singularidad que no se deja coartar, ningunear o anular por otras voces propias, con las que nos hemos identificado, o con otras ajenas, que pensamos nos proporcionan seguridad. De hecho, en cuanto más nos apoyamos en los demás buscando seguridad, más alejados estamos de lo que es en realidad la confianza. Se trata, pues, de discernir, atender y confiar en nuestra propia, auténtica y profunda voz que surge de quién yo soy realmente. Atendiendo a esta concepción, la confianza es clave en la vía de llegar a nuestra plenitud como personas. Según R. W. Emerson en su libro La confianza en sí mismo:
La mayoría de las veces no nos expresamos más que a medias. Parece que nos avergonzamos de la idea divina que cada uno de nosotros representa. Y, sin embargo, debemos descansar en ella con seguridad, como en una cosa que está proporcionada a nuestras fuerzas y que nos lleva a un éxito seguro, con la sola condición de ser fielmente interpretada.
En nuestra vida cotidiana se suelen dar actitudes que van en contra de esa intuición básica que han recogido muchas de las tradiciones filosóficas y espirituales a lo largo de la historia. Es importante matizar que la desconexión de nuestra confianza en nosotros mismos, en los demás y en la realidad, se produce por la identificación con ciertos juicios y creencias limitadas. Algunas de ellas son muy poco consistentes, pero parecen estar plenamente asumidas por muchos de nosotros. Por ejemplo, creemos, en muchos casos, que la desconfianza es beneficiosa porque nos protege del peligro. Evitamos personas que creemos dañinas, nos alejamos de un mundo que interpretamos como hostil, e incluso desconfiamos de nosotros mismos, de nuestras cualidades y potenciales, cuando nos identificamos como seres malos, nocivos, inexpertos, torpes, etcétera. Pensamos que, de esta manera, entre otras consecuencias, nos ahorramos padecer un terrible sufrimiento. Pero, lo cierto es que, de este modo, estamos muy lejos de evitarlo porque es precisamente esta creencia limitada, que está operativa en nuestra vida, la que nos proporciona más sufrimiento.
En relación con lo dicho anteriormente, recurriré a otro ejemplo que señala las limitaciones y riesgos de la asunción acrítica de la idea de que la desconfianza es buena. En esta ocasión recurro al refranero popular. A todos nos han dicho alguna vez: “Mejor malo conocido que bueno por conocer”. Bajo esta expresión descansa una creencia nefasta que no nos permite explorar en nuevos territorios, ámbitos y relaciones. En realidad, nos deja anclados en la inmovilidad de un presente –en el que paradójicamente no estamos presentes- e inmersos en un mar de resignación, que obstaculiza o frena un avance hacia otros lares. Se hace necesario, en este contexto, distinguir la desconfianza de la prudencia, siendo ésta última una buena y muy necesaria cualidad que nos protege del peligro y de vivir de forma temeraria. Ya decía Aristóteles en La moral a Nicómano que la prudencia debe “contribuir a la virtud y la felicidad humana”. En sus propias palabras:
Es necesario reconocer, que la prudencia es esta cualidad que, guiada por la verdad y por la razón, determina nuestra conducta con respecto a las cosas que pueden ser buenas para el hombre.
De lo que se trata, en este contexto, por tanto, es de reconocer como perniciosa la desconfianza cuando se trata de una reacción que va en contra de la vida. Es fácilmente reconocible esta actitud de resentimiento vital, en las actitudes de inmovilismo y de apego a ciertas cosas, personas y situaciones, que no es otra cosa que la falta de aceptación de que la vida es lo que es, ni buena ni mala, sino que simplemente es. Evidentemente, aquí no hablamos de una desconfianza o sospecha que responde a una intuición genuina de nuestra propio criterio e inteligencia, que se plasma en una vía indagación, de mayor comprensión, clarificación, y que se vincula a una actitud filosófica de amor a la verdad. Es decir, que cierta sospecha y desconfianza en lo que nos dicen, porque no acaba de encajar, cuadrar, con lo que nuestra intuición, inteligencia y experiencia, es signo de confianza en nuestro propio criterio y, es de hecho, uno de los motores de avance social, humano y cultural. La relación de la confianza -con uno mismo, los demás y la vida- está muy bien vista por Marina Garcés en Filosofía inacabada a través de esta cita:
¿Por qué nos confiamos a otros para pensar juntos lo que cada uno debe pensar por sí mismo? No hay filosofía que valga para uno solo. Pero no hay filosofía que no deba ser pensada y repensada por cada cual. Hacer filosofía es confiar en que todos podemos pensar por igual pero que nunca pensaremos todos igual. Es confiar en que las razones que sostienen una idea no son ocurrencias personales sino necesidades colectivas que pueden ser también revisadas colectivamente. Y es confiar en que sólo desde esta confianza puede librarse un verdadero combate del pensamiento contra todo lo que no nos deja pensar ni, por tanto, vivir.
¿Cómo podemos ver el grado de desconfianza con el que vivimos nuestra vida? Se muestra, de una forma muy clara, en el miedo que tenemos de vivir y de relacionarnos con lo desconocido. Si nos preguntamos en qué medida tememos lo nuevo y los cambios, podemos visualizar el grado de desconfianza que impera en nuestra vida. ¿Nos negamos a dejar nuestro trabajo cuando caemos en el abatimiento? ¿Nos resignamos a acabar una relación insatisfactoria? ¿Llevamos mal el paso del tiempo, por ejemplo, dejar atrás nuestra juventud? Si la respuesta es afirmativa, denota ese horror vacui insuflado por el miedo a caer en el abismo de la desconfianza y del sufrimiento, de que nada bueno puede pasarnos. La confianza, todo lo contrario, es aventurarse a vivir lo desconocido con la más firme convicción de que nada malo nos va a suceder porque nos mantenemos firmes y lúcidos en una vida que es siempre fluctuación, cambio e impermanencia. Esta vez, doy paso a Mónica Cavallé en La sabiduría recobrada:
El gozo de vivir radica en gran medida en el permanente asombro que acompaña a ese surgimiento, a la expresión de esa obra de arte que es nuestra vida y que no sabemos de antemano, como sucede en toda verdadera creación, cuál va a ser su forma acabada. Ser veraz supone vivir en una constante aventura. El yo superficial no se aventura; no se maravilla ni se sorprende, solo planifica; no se renueva, se repite a sí mismo ad nauseam.
Cuando uno se instala en la confianza de sí mismo, los miedos desaparecen y desvanecen los recelos, dejando paso, a una radical libertad, en la que cada uno de nosotros, se sitúa en lo que somos profunda y honestamente, que confía en nuestro propio criterio, que ya no reside en valoraciones ajenas, discursos teóricos, ni en expectativas. Es aquí donde brillamos y, por tanto, nuestra luz emerge. Nos sentimos en plenitud y amos de nuestra propia vida. Esto es clave, pues reside en no poner la confianza en otro sitio que no sea el de uno mismo. Si nuestra luz proviene de los demás no seremos más que un reflejo vano y dependiente de ellos. Solo la confianza nacida de una comprensión de nuestra propia naturaleza como seres con cualidades esenciales, nos permitirá asentir, que somos luz propia. Para acabar, dejo, de nuevo, a W. R. Emerson, que expresa esta idea:
En un principio compartimos nosotros la vida por lo que las cosas existen; luego vemos esas cosas en medio de la naturaleza como apariencias, y nos olvidamos de que hemos compartido su causa. He aquí la fuente y el origen de la acción y el pensamiento: los pulmones, cuya aspiración da salud al hombre; el manantial, que no podemos negar sin impiedad y ateísmo. Reposamos en el regazo de una vasta existencia, que nos hace receptores de su actividad y órganos de su verdad. Cuando discernimos la verdad y la justicia, no hacemos nada por nosotros mismos; nos limitamos a dar salida al resplandor de esta inteligencia. Si buscamos el origen de esto, si pretendemos espiar el alma-causa, todas nuestras filosofías son inútiles; lo único que podemos afirmar, es la presencia o la ausencia de esa luz.
Es bien sabido que a lo largo de la historia de la filosofía occidental se ha proporcionado una relevancia desproporcionada al pensamiento respecto a las emociones. Un planteamiento que supone, en la mayoría de ocasiones, un predominio del uso de la razón para la toma de decisiones en el ámbito del obrar, y en nuestra vida, desligado de nuestras emociones. Se ha presupuesto que nuestras emociones nos molestan, nos confunden e interfieren en nuestro propio discernimiento. Sin embargo, y éste es el tema a tratar, existe más que una íntima y necesaria relación entre pensar y sentir, que nos permite vislumbrar que forman parte de una unidad indisoluble a la hora de hablar de la vida buena,en términos de autenticidad, plenitud y de acuerdo con la verdad. El conocimiento no puede surgir de otra fuente que la de nuestro sentirmás profundo. Y más bien, me atrevería a decir, que el verdadero conocimiento surge de sentir la vida.
Empecemos, lo primero de todo, matizando qué es “pensar” y “sentir”, para ir desgranando y clarificando después la cuestión de base. Pensarderiva del latín pendeo (“pesar”, “calcular”, “colgar”). Se hace referencia con ello a una báscula mental para “pesar” nuestros argumentos y escoger el que tiene más peso. En consecuencia, pensar es una actividad racional y discursiva. En una acepción más general es cualquier actividad mental incluyendo desear, dudar, querer imaginar, que es la designada por Descartes con el término cogito. Por otra parte, sentir proviene del verbo sentire que se traduce como “percibir”, “discernir por los sentidos”, “escuchar”, que implica tanto la percepción sensible como el pensar. Desde la biología y la psicología se habla de emociones instintivas, naturales y físicas, necesarias para la supervivencia y, además, también de las emociones que son conformadas por nuestra mente y que operan en un ámbito físico y conductual. Sin embargo, estos términos necesitan ser completados, si queremos hablar de la relación existente entre el sentir y el pensar. La filosofía sapiencial señala un sentir vinculado al sentir profundo, que es un sentir que afecta completamente todo nuestro ser, frente a un sentir mediado por el pensamiento. Es decir, sentimos profundamente cuando nos abrimos a la vida tal como se nos presenta y, con ello, nos sumergimos en la totalidad del mundo. Esta idea está en consonancia con una concepción del hombre en la que se subraya la dimensión ontológica de la identidad última del ser humano. Los filósofos antiguos llamaban a esta dimensión nous (“espíritu”, “intelecto” o “conciencia pura”), que se caracterizaba por permitir al ser humano transcender su individualidad y ser Uno con el Todo. Me remito a una cita, que puede ser clarificadora, de Pierre Hadoten La filosofía como forma de vida:
“En términos generales, personalmente tendería a representarme la elección filosófica fundamental, es decir, el esfuerzo a la sabiduría, como una superación del yo parcial y personal, egocéntrico, egoísta, para alcanzar el nivel de un yo superior que ve todas las cosas desde la perspectiva de la universalidad y la totalidad, que toma conciencia de sí mismo como parte del cosmos, que abraza entonces la totalidad de las cosas”.
Los estoicos, desde esta concepción, establecieron una relación entre pensar y sentir, proponiendo una vía de discernimiento para reconocer nuestro auténtico sentir. Éste se constituye por sensaciones naturales como son por ejemplo el hambre y la sed y los sentimientos puroscomo son, entre muchos otros, la rabia y el dolor. Son reconocibles como tales porque expresan lo que sentimos de forma natural en una situación real y nos permiten alcanzar la serenidad (apatheia) y ser más lúcidos en situaciones adversas. Mientras que las pasiones –definidas como las perturbaciones del alma– son identificables porque generan un sufrimiento evitable. Son el producto de nuestra mente en la medida que creemos que nuestros juicios acerca de las cosas son reales. Epicteto dice:
“Los seres humanos se ven perturbados, no por las cosas, sino por sus opiniones, es decir, por las falsas representaciones que se hacen de las cosas”.
Por ejemplo, es una muestra de sentimiento puro el dolor natural inevitable que siento como ser humano ante el final de una relación sentimental, mientras que una pasión conlleva sufrimiento, esta vez evitable, en tanto que es generado por nosotros mismos cuando pensamos que no somos dignos de ser amados. En este segundo caso, el sufrimiento se basa en un juicio subjetivo erróneo –no en la realidad– que no me deja estar con claridad en el presente y, en consecuencia, me desconecta del dolor natural de pérdida, que es en realidad, lo que me permitiría atravesarlo.
Es importante, por tanto, para poder relacionar íntimamente el pensar con el sentir, que sintamos la conexión con nuestro sentir profundo, porque si no, nuestro pensar adoptará un papel obstaculizador para alcanzar una vida buena. Ahora bien, ¿de qué forma nos desconectamos de nuestro sentir más profundo? Citaré algunos casos. Uno de ellos, es el miedo a sentir, el miedo a mostrarnos, basado en la desconfianza de nuestras propias capacidades. El miedo genera bloqueo, falta de avance de nuestro desarrollo como persona y nos habitúa a actuar desde ese miedo. No somos nosotros los que hablamos, sino nuestro miedo a ser juzgados, valorados o, bien, pasamos a ser la voz que se siente incapaz de gestionar otra vida. Otro caso es el de las personas que sustituyen su sentir por discursos ajenosa su propia vida extraídos de libros, documentos, conferencias, en suma, de lo que dicen otros. Resulta imposible que un discurso de este tipo pueda calar en nosotros cuando no sale de una experiencia que nos haya resonado muy profundamente. La sabiduría no puede concebirse desde otro punto de salida que nuestro sentir vital auténtico, que impregna todo nuestro ser. Un tercer caso es el de la racionalización, cuando pensamos para negar nuestro sentir. Muchas veces, nos damos cuenta de que estamos pensando demasiado, que estamos en un bucle infinito de pensamientos repetitivos. En lugar de entregarnos a la experiencia presente, nos sorprendemos con ese ruido mental, que nos impide disfrutar del paisaje por donde paseamos, de la conversación que mantenemos…, cuando examinamos los pros y contras, buscamos explicaciones, intentamos justificarlo o analizarlo todo. Se trata, en definitiva, de pensar para evitar sentir, sufrir, cuando es realmente no sentir lo que produce sufrimiento. Por último –aunque hay más estrategias para evitar el sentir profundo–, trataré del sentimentalismo, que identifica el sentir intenso como el auténtico sentir. Se buscan emociones intensasque tienden al desbordamiento emocional, y se perciben como inauténticas las que carecen de intensidad. Al contrario de lo que muchos piensan, no es que esa persona “sienta mucho” sino que piensa de forma inadecuada porque cree que sufrir le hace sentirse más potente y vivo. Se aleja de sentir de forma lúcida, responsable y autónoma, y se convierte en un sujeto pasivo a la búsqueda de elementos externos que den sentido a su existencia.
Ahora, llegados a este punto, podemos dilucidar mejor la relación entre el pensar y el sentir. Pensar es sentir profundamente en conexión con lo que soy realmente, en oposición a un discurso aislado de lo que sentimos. Se produce cuando me des-identifico de mis creencias limitadas y estoy realmente presente. Es decir, que para alcanzar una vida plena es inevitable cultivar la atención de nuestro sentir. Sentir por todos nuestros poros de la piel, el mundo, las personas, la vida misma, sin juzgar, analizar, proyectar, ni tampoco estar pendientes de las expectativas, y mucho menos, instalarnos en la búsqueda de resultados. Es dejar que las cosas se me presenten tal como son, es decir sin resistirnos a sentir la vida tal como es. No concibo el pensamiento filosófico –ni cualquier otro– si no surge de lo que sentimos honestamente en el presente. Cuando no caemos en la añoranza de las imágenes del pasado, cuando no generamos constantes proyecciones del futuro; en definitiva, cuando nos empeñamos en mantener vivas películas que solo alimentan la identificación con nuestras ideas y emociones, y refuerzan un ego que reprime mi sentir más auténtico. Por el contrario, así pues, si no partimos de ese sentir, deambulamos sin rumbo, sin sentido, por el mundo. De hecho, perdemos realidad como seres, dado que, cuanto menos sentimos auténticamente, menos reales somos.
Pensar, en definitiva, es un eco, es una prolongación de nuestro sentir más profundo. En palabras de Josep Mª Esquirol en La penúltima bondad, que define a lo seres humanos como seres sintientes que razonamos:
“El sentir es la base de la racionalidad y, por eso, quien no siente será “insensato,” es decir, no razonable”.
Es obvio que podemos pensar sobre la vida, pero no será más que un parloteo vacío y hueco, si no ha emergido desde un diálogo sentido en primera persona, en el que todo mi ser se haya puesto en juego. Y es desde aquí, cuando alcanzamos las cuotas más altas de lucidez, profundidad y objetividad en nuestro pensamiento. ¿Qué aspiración de verdad puede poseer mi pensamiento sobre el sentido de la vida, si no parto de cuál es el sentido que tiene la vida para mí, qué creencias, prejuicios, contradicciones son las que generan resistencia a vivir mi vida estando yo presente? Vivir es sentir que vivimos y no pensar que vivimos. Y este sentir no lo explicamos, sino que lo acogemos, cuidamos, le prestamos atención, y nos lleva a estar más despiertos, a emerger de las sombras de la caverna platónica y a transformar nuestra mirada. Una mirada que se amplía, se torna más honda, intuitiva y lúcida. Recojo, para acabar, esta misma idea a través de las palabras de Mónica Cavallé en El arte de ser:
“Pero el conocimiento al que nos invita la filosofía sapiencial es más amplio y profundo que el conocimiento que nos proporcionan nuestros juicios y argumentos, que las conclusiones que el pensamiento discursivo nos permite alcanzar. Hay un conocimiento que no equivale a poseer ideas y argumentos adecuados, sino al despertar de nuestra sensibilidad profunda: una sensibilidad que a su vez equivale a ser, un ser que es también un mirar”.