Sobre la sensibilidad

Cristina Avilés

En este artículo publicado en la revista El Búho se pretende iniciar un abordaje sobre la sensibilidad desde el enfoque sapiencial, que enfatiza la relación existente entre la sensibilidad con el ámbito de la espiritualidad y, por otra parte, sugiere la tarea de redefinir la cualidad de la sensibilidad en cuanto resulta ser un elemento indispensable para la consecución de la “vida buena”. Desde este contexto, el artículo continúa matizando algunos obstáculos que dificultan el “despertar” de la sensibilidad humana y, por último, proporciona algunas indicaciones para cultivar la sensibilidad. El artículo es el siguiente:

El abordaje filosófico de la sensibilidad no se ha vinculado habitualmente con la espiritualidad humana. Si se ha tratado sobre la cuestión, ha sido, por un lado, como si la sensibilidad perteneciera a un ámbito inferior o menos esencial que la razón -una concepción, por cierto, estrecha de la razón- o, por otro lado, la sensibilidad se ha contemplado desde una perspectiva innata y biológica que fundamenta la fundamentación de muchas de las teorías epistemológicas existentes. Sin embargo, es importante incidir en la idea de que la sensibilidad también apunta a un ámbito del ser que fundamenta el conocimiento, las emociones y acciones humanas. Es a través del enfoque de la filosofía sapiencial (2) cómo podemos descubrir la importancia que tiene la relación íntima e indisoluble entre la sensibilidad y la espiritualidad porque, entre otras cosas, se configura como una cualidad constitutiva y esencial del ser humano.

Antes de abordar el tema en cuestión, es necesario definir qué entendemos por sensibilidad en el contexto de la filosofía sapiencial. Etimológicamente, la palabra «sensibilidad» viene del latín sensibilitas y significa «cualidad de poder percibir estímulos, por medio de los sentidos» (3). Con esta acepción se está mencionando una capacidad para tener sensaciones, tanto sensaciones externas para poder tener un conocimiento de los objetos físicos, como cuando escuchamos una melodía o vemos una mesa. Y también hace referencia a un conocimiento de sensaciones internas, en las que se remite a nuestra vida mental y emocional como la tristeza o nuestros pensamientos. Sin embargo, como ya anticipaba más arriba, también se da una acepción de la sensibilidad más genuina y esencial que fundamenta nuestra identidad más profunda.

La filosofía sapiencial, nos muestra que la sensibilidad supone lo que es el aire para el fuego, es decir, esa cualidad «a priori» que da fuelle para que el fuego se mantenga siempre encendido. Si entendemos que el fuego es la humanidad, lo que nos hace humanos es la sensibilidad. De aquí, se deduce que necesitamos recurrir a una concepción del ser humano que esté más allá de lo físico-biológico o mental y en la que esté presente una dimensión espiritual. Para ello, se remite a la instancia nous, que hace referencia al intelecto y a la inteligencia, que se designa como el «ojo de la mente», que es diferente de la percepción que ofrecen los sentidos físicos. Lo que especifica al ser humano, es decir, la identidad última es, pues, el nous. Mónica Cavallé se refiere al nous en estos términos:

La filosofía clásica distinguió entre el nous, la razón superior o la aprehensión contemplativa, y la razón inferior, la razón discursiva o mente pensante. Nous y diánoia son los términos con los que Platón y Aristóteles establecían esta diferencia. La traducción latina de los mismos dio lugar al binomio intellectus y ratio. Buena parte de la tradición filosófica occidental ha olvidado la sabiduría silenciosa, la contemplación, el nous (lo que hay de más divino en el ser humano, según Aristóteles) (4).

Platón, en el mito de la caverna, muestra magistralmente la distinción entre estos dos tipos de sensibilidad con la imagen del esclavo en la caverna que está «dormido», es decir, que se mantiene insensible. Al salir de la caverna es cuando gradualmente va «despertándose» y consigue aflorar «su sensibilidad» más profunda. Para Platón, pues, hay dos maneras de recurrir a la realidad: a través de los sentidos y a través del nous. Con la primera, el esclavo es menos sensible, en el sentido de que se aleja de la auténtica realidad y, por tanto, de la verdad. Mientras, que a través del nous, aludimos a una sensibilidad que es fuente del sentido de la verdad, del sentido del bien y de la belleza. Como dice Platón:

«-Ya lo comprendo bien -dijo-, aunque no de manera suficiente. Creo que la empresa que tú pretendes es verdaderamente importante e intenta precisar que es más clara la visión del ser y de lo inteligible adquirida por el conocimiento dialéctico que la que proporcionan las llamadas artes. A estas artes prestan su ayuda las hipótesis, que les sirven de fundamento; ahora bien; quienes se dedican a ellas han de utilizar por fuerza la inteligencia y no los sentidos, con lo cual, si realmente no remontan a un principio y siguen descansando en las hipótesis, podrá parecerte que no adquieren conocimiento de lo inteligible, necesitando siempre de un principio. Estoy en la idea de que llamas pensamiento, pero no puro conocimiento, al discurso de los geómetras y demás científicos, porque sitúan el pensamiento entre la opinión y el puro conocimiento».(5)

El nous, en definitiva, es el origen y fundamento de nuestra sensibilidad. Y ello, nos permite ahondar en lo más profundo de nuestro ser. Es lo que nos da mayor discernimiento y libertad. Lo profundo en nosotros mismos, no puede provenir de nuestros patrones de conducta, nuestros pensamientos y emociones, sino de una instancia que nos permite ser sensibles a éstos, sin confundirnos con ellos y, por lo tanto, estar presentes. Nos permite trascender nuestra propia particularidad, siendo fuente de discernimiento y comprensión profunda y nos proporciona nuestro sentido último de identidad. Sin embargo, este supuesto no excluye la razón discursiva, ni tampoco nuestras emociones, porque por un lado, nuestra identidad última reside en algo común, universal e impersonal que se vincula con la razón universal pero también acoge dichos contenidos de conciencia. Tal como dice Alejandro Lax:

Aquí radica la clave del arte de vivir: una danza entre la inteligencia intuitiva y la razón discursiva, un estar afuera desde adentro, un ex-stasis sapiencial. El drama de la razón es ignorar la intuición, y el drama de la intuición es despreciar la razón. Si la filosofía es una actividad del pensamiento, la vida filosófica es un arte de vida. No es erudición, sino sabiduría. No es una actividad racional ni irracional, sino transpersonal.(6)

Obstáculos para la sensibilidad.

El obstáculo mayor que oculta nuestra sensibilidad suelen ser las creencias limitantes, que no son más que las suposiciones que asumimos como ciertas sin serlo. Estas creencias son los límites de nuestra comprensión (7) y giran alrededor, en este caso, sobre ideas que giran alrededor del miedo al sentir o, que también, remiten a la idea asumida de una incapacidad para poder “trascender” y “superar” todo lo que se nos presenta en nuestra vida. También, se dan creencias que se basan en la suposición de que la hipersensibilización nos hace buenas personas, menos egoístas y que, por tanto, nos humaniza.

En realidad, los seres humanos somos seres que nos vemos afectados por lo que nos ocurre y por lo que sucede en el mundo. Sin embargo, estar afectados no quiere decir ser arrastrados por nuestros pensamientos, juicios y emociones. Si la ausencia de sensibilidad nos convierte en seres insensatos, pasivos e indiferentes y, en consecuencia, nos separa del mundo y de los demás. También, se da la susceptibilidad, que es una sensibilidad extrema y distorsionada, que nos aísla en un mundo mental proclive al desbordamiento emocional. La susceptibilidad es, en realidad, una muestra de narcisismo y de falta de sensibilidad, en el que las personas interpretan el mundo a través de sus propias interpretaciones, deseos y miedos. No es lo mismo “padecer” una impresión que “percibir” una impresión. En palabras de Oscar Brenifier:

Habría que distinguir padecer una impresión y percibir la impresión. Así, cuando me irrito, puedo padecer esa irritación, ser determinado por ella, o bien puedo percibir esa irritación, por un redoble de la sensibilidad. En cierto modo, el “sensible”, en el sentido habitual, carece de sensibilidad: no percibe el afecto que se impone a él, está demasiado pegado, y pegado queda. En cierto modo es ciego, insensible. Mientras que el que es sensible en un sentido riguroso del término puede, al contrario, percibir su propia sensibilidad. En ese sentido distingue su objeto, que es el sujeto de la acción. Ese es el verdadero sensible, véase el hipersensible.

Sin embargo el que solemos llamar hipersensible es en realidad el insensible que se ignora, y que reemplaza la sensibilidad por la sinceridad (la expresión del padecimientodelaimpresión)terminando porcreerse (fijándolo) lo que siente y lo que afirma.(8)

La sensibilidad, por tanto, queda definida por este “redoble” de la sensibilidad, en el que las personas somos conscientes de cómo, desde dónde vivimos y nos relacionamos con el mundo, con nosotros mismos y con los demás. Me vuelvo insensible cuando dejo de estar atento, mis creencias operan sin ser cuestionadas y me alejo del anhelo de verdad. Es decir, cuando soy ignorante y asumo como verdaderas esas creencias que pasan a cifrar mi identidad. Partimos, de que la identidad última y real de cualquier persona es esencial y común en todos los seres humanos. Y esta afección de la alteridad en nosotros nos regala la posibilidad de vivir siguiendo el curso de la Vida, su pulso y desenvolvimiento. En cuanto estoy presente lúcidamente con la Realidad, sin intentar modificar, cambiar, manipular, esperar, argumentar justificar y culpabilizar, mi sensibilidad me abre a la puerta de lo Real. Mientras que deambulo por un mundo menos real en cuanto la alteridad se muestra como un conflicto con mis propios intereses, temores y expectativas. Me siento, de este modo, insensible por mucho que llore o que grite. La sensibilidad filosófica no viene dada por una ausencia de emociones, ni siquiera, por una emoción de mayor o menor intensidad. Va a la par de una mirada con los menos filtros posibles de la realidad, en la que sí se da un sentir que nos aproxima a ser uno con la realidad.

¿Cómo cultivar la sensibilidad?

Lo que favorece el cultivo de la sensibilidad es acercarnos a ella tal como se manifiesta en nuestra interioridad. Podemos ver indicios de que vamos en buena dirección porque remite a nuestra sabiduría interior y da lugar a nuevas comprensiones.

Una práctica clave a la hora de contactar con nuestra sensibilidad interior es la de realizar un trabajo deautoconocimiento para cuestionar las creencias limitantes que ocultan nuestra sensibilidad. Es importante descubrir nuestra filosofía operativa(9), identificar los patrones emocionales, conductuales y las creencias limitantes que operan en nuestro día a día. El cuestionamiento filosófico de estas creencias nos da un mayor nivel de conciencia y, por tanto, “despierta” una nueva comprensión. La comprensión es la base de la sensibilidad. Es decir, que el anhelo de verdad, esa búsqueda inevitable que compartimos esencialmente todos los humanos, nos lleva a recordar lo que somos y aviva la sensibilidad. Una sensibilidad que siempre está latente y que despertamos incesantemente. Nuestra misión es la de estar despiertos, aunque siempre estemos más dormidos o inconscientes que despiertos. Tal como diría Chuang Tse:

”Cuando soñamos, no sabemos que soñamos. Incluso interpretamos el sentido de lo que soñamos mientras soñamos e ignoramos que estamos soñando hasta que nos despertamos. De igual modo habrá un gran despertar tras el cual sabremos que esto es un gran sueño que soñamos. Los tontos, sin embargo, creen estar despiertos y se dicen a sí mismos que saben”.(10)

Una de las prácticas también más recurrentes que nos ayuda a despertar nuestra sensibilidad es el diálogo filosófico y las lecturas filosóficas. El objetivo del diálogo filosófico según Sócrates se refleja en estas líneas:

No cuido en absoluto aquello que suele preocuparnos a la mayoría de la gente: asuntos de negocios, administración de bienes, cargos de estratega, éxitos oratorios, magistraturas, coaliciones, facciones políticas. No me siento atraído por este camino… sino por ese otro que, a cada uno de vosotros en particular, le haría el mayor bien, intentando convencerle de que cuide menos lo que tiene y que cuide más lo que es, para convertirle en alguien lo más excelente y razonable posible”. (11)

El diálogo mayéutico es, pues, una práctica filosófica que permite educir la sabiduría innata humana para contactar con lo que ya sabemos, pero está “dormido”. Para Sócrates, a través del diálogo podemos recordar o rememorar las ideas de la Belleza, la Verdad, el Bien y la Justicia que están latentes en nuestra interioridad.

Los diálogos y las lecturas filosóficas nos ponen en contacto con esta dimensión más profunda, que es la fuente de la sensibilidad hacia lo bello, bueno y verdadero. Como diría M. Cavallé se trata de una obediencia o escucha autorresponsable realizada en primera persona:

El diálogo con personas sabias puede facilitar esta obediencia o escucha (ob-audire) de lo profundo en nosotros, al igual que el contacto con el arte genuino refina nuestra sensibilidad ante lo bello. Pero este ob- audire nada tiene que ver con la obediencia en la que, sin más, renunciamos a nuestra autorresponsabilidad, esto es, a ejercitar el propio discernimiento en cuestiones que nos conciernen íntimamente y en las que nadie nos puede sustituir.(12)

La sensibilidad no es un producto cultural sino que abarca lo profundo que se halla en ciertas producciones filosóficas, literarias y culturales para poder despertar o favorecer el desarrollo de la profundidad que está latente en nuestro interior. La filosofía sapiencial nos invita a situarnos en ese fondo en el que emerge la sensibilidad hacia lo bello, lo bueno y lo verdadero, en el que no se dan conceptos sino desde donde paladeamos y saboreamos la vida. Hay un conocimiento que no está vinculado a tener unas teorías más o menos correctas o elaboradas, sino a un conocimiento que tiene que ver con el ser. Por tanto, la sensibilidad está vinculada con el ser.

Otro elemento primordial para cultivar nuestra sensibilidad es el de “abrirse a la vida”: soy sensible, en cuanto me abro a la vida y, con ello, confluyo con el mundo, con los demás y con uno mismo. En esa apertura descubro que soy uno con el mundo y que los límites que me separan de la Unidad se desvanecen. La sensibilidad no trata de ponerse en el lugar del otro sino comprender desde dónde y cómo vive su vida. Es más bien la observación sostenida, atenta y sin juicio de cómo siente y vive su vida. Estar atento sin más. La sensibilidad me acerca, no me aleja de los demás. Tal como dice Nietzsche: “Aprender a ver implica habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejar que las cosas se nos acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abarcar el caso particular desde todos los lados”.(13)

Las filosofías sapienciales, tanto de Oriente como de Occidente, reconocen las mismas intuiciones filosóficas para expresar la “apertura de la vida”. Entienden que la Vida (el Lógos14 y el Tao) son principios inteligentes que están presentes en todos los seres vivos. Muestran que la vida que se da a través de las personas puede ser “saboreada” a través de la escucha del Lógos y del Tao. Nuestra identidad esencial viene vinculada a esa escucha, a ese despertar de nuestra sensibilidad más profunda. Mientras que la identidad superficial -como ya he dicho anteriormente- se configura con las ideas que hemos asumido de forma acrítica de nosotros mismos, del mundo, y de los demás. Esta identidad superficial o Ego impone su lógos particular y no el Lógos Universal que rige a todos por igual y que se manifiesta a través de nosotros.

Por último -aunque hay más prácticas- quiero resaltar la contemplación para cultivar la sensibilidad. Frente a una sensibilidad dormida, la filosofía reivindica la experiencia contemplativa, que remite a una experiencia del Ser, que resulta transformadora porque nos abre al mundo desde un sentir que emerge desde nuestra interioridad más profunda y radical. Supone, pues, un antídoto y un acto revolucionario porque implica una pausa o una acción de detenerse ante la aceleración del tiempo que no para de correr. La contemplación nos lleva a otro lugar porque nos conecta con lo que ya somos: la belleza, la bondad y la inteligencia de nuestro ser es lo que nos hace sensibles a las cosas bellas, buenas y verdaderas. Contemplar es, pues, una experiencia del Ser que implica una mirada atenta, profunda y detenida sin juicio, una experiencia del Ser en la que somos uno con lo contemplado. En esta idea de fundirse con el objeto, subyace la idea de que la belleza, la verdad y lo bueno que reside en todos los cuerpos son una e idéntica. Aquí en este punto resulta necesario hacer una referencia a Platón, cuando expresa de forma magistral el camino del amor y el anhelo que reside en nosotros mismos de aspiración de la belleza y, también, a través de la contemplación, podemos “engrandecer nuestro espíritu”, elevarnos hacia el pensamiento puro y amor de la belleza y la verdad.

Conclusión

Sin una concepción del ser humano espiritual no podemos encarar una sensibilidad que nos lleve al buen vivir (15), que incide de forma directa para alcanzar una buena convivencia social y política. Para ello es necesario partir de una concepción del ser humano trina, en la que la identidad última es espiritual. Entiendo por espiritualidad una dimensión humana universal en la que el ser humano se encuentra abierto a lo infinito, absoluto y a la eternidad. Una dimensión que nos pone en contacto con lo profundo y radical de nuestro ser, que no es nada distinto que la del resto del universo, a pesar de las singularidades del ser humano. Las personas pueden experimentar esta dimensión en su vida diaria cuando en sus acciones diarias se vislumbra lo trascendente. Vislumbramos la belleza, la verdad, la bondad y la inteligencia de otros seres porque se dan actitudes de escucha, atención y discernimiento propio que nos llevan a comprender profundamente la realidad. El anhelo de más verdad en nuestras vidas es innato pero trasciende los fundamentos biológicos y los productos culturales. Y, aunque éstos pueden remitirnos a la sensibilidad como cauce espiritual inagotable y eterno, también pueden adormecer dicha sensibilidad. Por ejemplo, la mano de una madre que mece una cuna puede verse desde el amor incondicional, que implica cuidado, escucha y respeto por el propio desenvolvimiento de su hijo. Sin embargo, también puede ser la mano que mece una cuna una persona que no escucha e impone lo que quiere que su hijo sea. La espiritualidad está vinculada con esa entrega a lo que la vida quiere manifestar en nosotros mismos y con los demás. Somos seres espirituales pero podemos ocultar esta dimensión, cerrarnos a ella, pero no puede desaparecer porque siempre está allí más o menos despierta o dormida.

La espiritualidad tiene que ver con “cuidar la vida”, y a su vez, con abrazar la unidad. «Abrazar la unidad» alude a la capacidad del hombre para darse cuenta de que todos los seres son iguales en cuanto nacidos del Tao y todos al Tao regresan; de que la esencia de todos los seres los hace formar una unidad esencial, aunque las apariencias indiquen que cada ser es único y diferente a todos los demás. Cuando el hombre ve que todo forma una unidad en el Tao (que es el origen de todo), ve igualmente que no hay diferencias esenciales entre ninguna cosa o ser del universo. Tal como afirma Chuang Tse:

La clave para el cuidado de la vida –decía el maestro Lao Tse– está en poder abrazar la unidad y no perderla, en saber qué será bueno y malo sin tener que recurrir a la adivinación, en saber pararse y saber retirarse, en saber no mirar a los otros sino a uno mismo por dentro, en ser ingenuo, en ser natural, en ser espontáneo, en ser niño. Sé que los niños se pasan día y noche llorando, pero no pierden la voz, porque hay en ellos un cierto equilibrio; y apretando sus manitas, pero no sufren calambres, porque hay en ellos una cierta virtud; y mirando pasmados todo lo que les rodea afuera, pero no están afuera, porque lo de fuera es nada para ellos. Sé que andan sin saber adónde, sé que están sin saber qué están haciendo y sé que se adaptan a las cosas y a las cosas se amoldan. Sé como ellos y habrás logrado la clave para el cuidado de la vida. (16)

Y no podemos “saborear” nuestra sensibilidad que remite a nuestro fondo lúcido en el que somos belleza, inteligencia y bondad en una voluntad férrea que se basa en el esfuerzo, en una instrucción o en un método infalible. La única vía posible es la de “vivirnos” como seres espirituales que anhelamos la verdad, el bien y la belleza. Y la verdad tiene que ver con que somos uno con la Naturaleza, no parte de ella. En realidad, es el camino más simple, pero también es el más arduo. No tiene fin, ni tampoco hay pretensión, ni propósito de llegar a nada. Simplemente es ver desde lo que nos permite ver. La sensibilidad está íntimamente unida con nuestra mirada. Si la mirada está ofuscada, expectante y temerosa, nuestra sensibilidad se teñirá de tonalidades acordes. Mientras que, si podemos discernir entre lo que nos permite ver, poner luz a lo que vemos, entendiéndose como nivel de conciencia, y diferenciarlo de lo que sentimos pensamos y hacemos (contenidos de conciencia), entendiéndose como estados que fluctúan y que no remiten a mi identidad última, nuestra sensibilidad será una brújula que nos indicará que vamos por el buen camino. Como dice Antonio Pino “El ego es lo que nos separa de lo real”. Éstas son sus palabras:

Nuestro cerebro no sirve tan sólo para leer mapas de carreteras y para hacer pedidos por Internet (razón instrumental). Sino para pensar, o experimentar, lo absoluto (aquello que no depende de otra cosa más que de sí mismo), el ser, el devenir, la naturaleza, la suma de todas las cosas, el Todo. (…).

Este Todo es una inmanencia inagotable, la inmensidad que nos lleva en su seno. Lo podemos experimentar, por la noche, al mirar las estrellas. Sólo es necesario un poco de atención y de silencio. La oscuridad, que nos aleja de lo más próximo, nos abre a lo más lejano. El universo está ahí, nos envuelve, nos rebasa: es todo y nosotros no somos casi nada. Y cuando consigo sentir (esto) en lugar de pensarlo (“quien piensa no percibe, quien percibe no piensa” dicen los maestros zen) adquiero una conciencia óptima, por contraste, de nuestra propia pequeñez.

Esto puede ser una herida narcisista, tal vez, pero que engrandece el alma, porque el ego, si está instalado en el lugar que le corresponde, deja de ocuparlo todo. Lo lejano nos sienta bien: aleja nuestras angustias. La contemplación de la inmensidad, que vuelve ridículo al ego, hace que mi egocentrismo, y por tanto la ansiedad, sea algo menos fuerte, algo menos opresivo. ¡Qué sosiego repentino cuando el ego se retira! No hay otra cosa que todo, no hay más que el inmenso hay del ser, de la naturaleza y del universo, y ya nadie en nosotros que pueda sentir miedo; nadie hay, en este momento, en este cuerpo para preocuparse; esto es lo que los griegos llamaban la ataraxia, y los latinos pax (paz, serenidad), porque todo ego vive en el espanto, siempre. El ego es lo que nos separa de lo real.(17)

No podemos obviar, por último, la relación existente entre la vulnerabilidad y la sensibilidad. Somos seres precarios y limitados, que estamos expuestos, conmovidos y afectados por circunstancias físicas y experiencias psico-biográficas. La vulnerabilidad no puede entenderse como debilidad porque ello nos lleva a ocultarla y nos convierte en seres insensibles. La insensibilidad, como he apuntado anteriormente, nos ha llevado a cometer los peores crímenes de la humanidad porque la sensibilidad va de la mano del camino de la verdad, mientras que la insensibilidad está vinculada con la ignorancia, porque vivimos hipnotizados por creencias asumidas de forma acrítica. Mostrar nuestra vulnerabilidad nos lleva a ser sabios de la condición humana y, por tanto, sensibles y tener afinidad con la naturaleza profunda del ser humano. Es la puerta a un amor incondicional a la vida, a ese santo decir sí que promulgaba Nietzsche y que rescata la idea del amor que somos, que emerge de nuestro interior hacia el mundo y a los demás. Cuánto menos sensibles, más violentos y menos comprensivos somos. Entonces, realmente, el elemento revelador es ver cómo aflora nuestra sensibilidad y de qué manera sostenemos nuestra vida en nuestro día a día. Miremos, pues, a través de este texto de qué manera lo hacemos :

No me interesa quién eres ni cómo llegaste aquí. No me interesa qué, con quién o dónde has estudiado. Quiero saber qué te sostiene por dentro cuando se derrumba todo lo demás. Quiero saber si has tocado el corazón de tu propio dolor, si te han abierto las traiciones de la vida o si te has contraído y cerrado de miedo a más dolor. Quiero saber si te puedes sentar con el dolor, el mío o el tuyo sin moverte para esconderlo o apagarlo o conciliarlo. Quiero saber si puedes estar con alegría, mía o tuya; si puedes bailar con desenfreno y dejar que el éxtasis te llegue a la yema de los dedos sin precaverte a ser cuidadoso, realista o a recordar las limitaciones del ser humano.(18)

2. La filosofía sapiencial es una expresión acuñada por la filósofa Mónica Cavallé, que alude a aquellas filosofías de todas las épocas y culturas que han tenido como guía el ideal de la sabiduría, esto es, que se han orientado a la realización de los fines últimos de la vida humana y para las que el ejercicio de la filosofía compromete todas las dimensiones del ser humano, no solo sus capacidades intelectuales. Esta forma de entender y practicar la filosofía amplía y complementa el enfoque académico actualmente predominante e intenta recobrar, en contextos contemporáneos, el sentido integral y originario de esta actividad.

3. Definición extraída del diccionario Joan Corominas. Según la RAE, se dan 3 diferentes acepciones: 1. f. Facultad de sentir, propia de los seres animados. 2. f. Cualidad de sensible. 3. f. Manera peculiar de sentir o de pensar. Idea común a distintas sensibilidades políticas.

4. Mónica Cavallé (1917), El arte de ser, Kairós, p. 56. Las características del nous son las siguiente (p. 304-306): a) proporciona el sentido de ser y de presencia lúcida; b) es fuente del sentido de la verdad, del sentido del bien y del sentido de la belleza; c) fuente de discernimiento y de comprensión profunda; d) otorga libertad frente a lo dado; e) nos permite autotrascendernos; e) es la fuente del amor y de la voluntad superior.

5. PLATÓN, La República, Libro VI, (510 a-511d). Obras completas. Traducción, preámbulos y notas por María Araujo, Francisco García Yagüe, Luis Gil, José Antonio Míguez, María Rico, Antonio Rodríguez Huéscar y Francisco de P. Samaranch, introducción de José Antonio Miguel. Aguilar, Madrid, 2a edición, 1981.

6. Alejandro Lax (2021), Filosofía viva. Una iniciación a la vida filosófica, Desclée de Brouwer, p. 149.

7. Mónica Cavallé, en el Arte de Ser afirma: Cuando las tradiciones sapienciales hablan de conocimiento, no coinciden, por lo tanto, con lo que con frecuencia solemos entender por este término. Hablan de conciencia plena; de una comprensión integral que empapa todo nuestro ser; de una visión espontánea y repentina que nos transforma y que solo se nos regala a través del compromiso sin reservas con la verdad.

8. Blog de O. Brenifier: Taller de prácticas filosóficas: https://tallerdepracticasfilosoficas.com/2014/12/18/padecer- y-percibir-o-cuando-el-sensible-es-un-insensible/

9. Mónica Cavallé, El Arte de Ser p. 175: “He acuñado la expresión «filosofía operativa» para aludir a nuestra filosofía personal real: no a la que decimos y creemos tener, sino a esa otra que quizá desconocemos en buena medida, si bien se revela inequívocamente en nuestro funcionamiento cotidiano, en nuestros impulsos, emociones, acciones y omisiones diarias, y que puede ser muy distinta de la primera. La filosofía operativa es aquella que realmente opera en nuestra vida cotidiana”.

10.  Chuang Tse, Textos escogidos. El gran sueño, Alianza Editorial.

11.  Platón: Apol. Socr. 36c, 1

12. El arte de Ser p. 28.

13.  F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos,

14.  Una de las acepciones de este término griego es (desarrollado por Heráclito y retomada, entre otros, por los estoicos) es la siguiente: Lógos es la Inteligencia que origina, sostiene, ordena y otorga armonía al devenir.

15. Aristóteles defiende una concepción de la eudaimonia o de la vida buena que cabe calificar como objetivista y naturalista porque, de acuerdo con él, aquello en lo que consiste tener una vida buena depende de las características que las personas tenemos por el hecho de ser humanas. La «vida buena» está, pues. no en el tener sino en el ser. Se identifica así con la felicidad, el fin al que tienden las personas, y acaso por eso todas lo buscan.

16. Tse, Chuang. Textos escogidos, La perfección. 63

17. Antonio Pino, revista Búho no 13, p.8-9 https://elbuho.revistasaafi.es/buho13/index13.html18 La invitación, inspirado por Oriah el soñador de la montaña, citado por Danah Zohar e Ian Marshall, en el prólogo de Inteligencia espiritual, Plaza & Janés Editores, Ed 2001.

18. La invitación, inspirado por Oriah el soñador de la montaña, citado por Danah Zohar e Ian Marshall, en el prólogo de Inteligencia espiritual, Plaza & Janés Editores, Ed 2001.

Sobre la escucha a los demás

Recién salido del horno mi nuevo artículo en la revista Homonosapiens

Sobre la escucha a los demás

Resulta bastante evidente en nuestros tiempos el déficit de escucha que predomina en nuestras vidas. Oímos pero no escuchamos con atención, detenimiento, pausa y sosiego a los demás. Frecuentemente hablamos sin tener en cuenta lo que nos dicen. De este modo, los diálogos se convierten en monólogos, que chocan unos con otros, sin llegar a despegar juntos, en el anhelo de encontrarnos en un espacio en el que juntos busquemos una verdad compartida. Estamos, frente a frente, separados por un muro de incomprensión e inmersos en un desierto, en el que el desamor nos envuelve, bajo la influencia de nuestras creencias limitadas, que alimentan la desconfianza en la realidad, en las personas, en definitiva, en nosotros mismos, alejándonos de la auténtica escucha, desde la que podemos atender y acoger a los que hablan, con sus dudas, inquietudes, cuestionamientos y sus diversas comprensiones del mundo. Ante este hecho pernicioso, creo necesario reivindicar y poner énfasis en la escucha atenta más que en el decir, abrirse a una escucha que desea apertura, acogimiento y comprensión del otro, más allá de sus palabras y, atendiendo también sus silencios, gestos y afectividad. El filósofo Zenón de Elea reflejaba ya en el siglo V a.C la importancia de esta facultad hoy tan visiblemente poco valorada:

Nos han sido dadas dos orejas, pero únicamente una boca, a fin de que podamos escuchar más y hablar menos.

Sólo hay que fijarse en nosotros mismos para detectar las interferencias más habituales en la falta de escucha, que nos abocan a navegar solos y convertirnos en náufragos solitarios en un mundo en el que, paradójicamente, las redes sociales deberían permitir una mejor comunicación. Las interferencias más habituales son la falta de atención por falta de interés, que es cuando deambulamos en nuestros propios pensamientos, mientras las palabras de los demás pasan a convertirse en un mero ruido de fondo. También, es bastante común, la interferencia de nuestras expectativas –lo que esperamos oír– , desde las que reaccionamos con la interrupción o con la indiferencia por lo que nos dicen. Otro caso es el de la desconfianza, que nos conduce a mantener una distancia con el que habla, a quien tememos creer y, por tanto, no escuchamos. En otras ocasiones, tomamos como real lo que hemos interpretado, y señalamos de forma compulsiva aquella frase que creemos que nos han dicho pero que no han hecho, a pesar de que nos repitan que lo hemos oído o entendido mal. Es también visible, en muchas ocasiones, la instrumentalización de los demás para entendernos a nosotros mismos –cuando así nunca lo conseguimos– o cuando nos comparamos a otros para poder salir airosos o derrotados en una ficticia batalla en la que el ego es el principal protagonista. En todos estos casos, no salimos del caparazón egótico y no alcanzamos a comprender que la escucha es relación con el otro, es decir, el ser otros en nosotros mismos.

Podemos remontarnos, buscando la causa de esa carencia de escucha en nuestra vida, a la misma tradición filosófica occidental en la que se prioriza el decir sobre el oír, que se traduce, en muchos casos, en la imposición a los demás de un cierto pensamiento y en pronunciaciones verbales totalmente irrelevantes. No hay más que mirar las consecuencias de ello en el ámbito educativo, que es el que más conozco, para validar esta teoría. Pero, en general, podemos aplicarlo a todos los ámbitos de la vida pública y privada, véase el mundo de la política y los efectos nocivos de esta falta de escucha en nuestra sociedad. Por todo lo dicho, reivindicar la escucha en el mundo de hoy, se convierte en una necesidad prioritaria. ¿Cómo podemos desarrollar una escucha más atenta? En la misma pregunta ya viene implícita la idea de que la escucha se ejercita, que es un arte, lo que implica una ascética para “afinar” la capacidad de atender y acoger a los demás. Una de las prácticas necesarias para ello es la del autoconocimiento, de modo que no interfieran prejuicios y creencias limitadas que mitiguen, e incluso anulen la escucha. Es, por tanto, un “entrenamiento” para llegar a un silencio interior o quietud capaz de desatender los pensamientos que ocupan la mente, lo que no es más que la desidentificación de nuestras emociones y creencias. En palabras de Chuang Tzu:

Si el agua deriva lucidez de la quietud, ¡cuánto más las facultades mentales! La mente del sabio, al estar en reposo, se convierte en el espejo del universo, el speculum de toda creación.

Si no lo hacemos, interpretamos lo que nos dicen en base a estas interferencias, que no son más que los límites de nuestra comprensión. Nuestros temores y expectativas “moldean” a los demás, en el sentido de que, a través de ellas, construimos una interpretación alejada de lo que las cosas son. Por ejemplo, si creemos que los demás saben más que nosotros, reaccionaremos ante ellos a la defensiva o nos esconderemos para que no vean que no sabemos o, por el contrario, si pensamos que nosotros sabemos mucho, no les escucharemos porque creeremos que los demás no nos van a aportar nada que no conozcamos de antemano. Cabe decir que la humildad es un elemento clave para la auténtica escucha: suspendemos lo que sabemos –no lo conocemos todo– para dejar espacio a lo que saben los demás.

En la ejercitación de una escucha más profunda es esencial también tener en cuenta que ésta sea una escucha contemplativa, en la que se pretende llegar a la “visión” de la verdad experienciada por todos, más que una escucha indagativa, conceptual o argumentativa. El concepto de la visión está muy enraizado en la filosofía y se vincula a la transformación de la mirada, de una mirada más lúcida y penetrante del mundo. Vemos no solo con nuestros ojos, sino también con los ojos de los demás y, juntos, no sumamos perspectivas, sino que habitamos juntos una visión, que se hace más profunda, con más presencia y realidad. Con esta práctica, nos entrenamos para construir un espacio común en el que los demás son acogidos con todo nuestro ser. Se trata, pues, de la presencia de los demás en nosotros mismos.

Por otra parte, también resulta clave la apertura de nuestra afectividad, dejarnos afectar por lo que nos dicen. Abarca, por tanto, todos los sentidos, que se abren a sentir y, por tanto, a escuchar, a atender el deseo de buscar la verdad, lo auténtico y honesto que expresamos en nuestros gestos, palabras o silencios. Resulta proporcional el deseo de escucha con la calidad de ésta. Con ello, nuestra escucha deviene más atenta y selectiva a la hora de acoger, entender y comprender a los demás, mientras que oír implica un acto pasivo en el que nos llegan sonidos externos porque tenemos la capacidad de sentirlos. Escuchamos porque queremos. En esta práctica, aprendemos a desatender el “ruido” que no dice nada, producido por monólogos dogmáticos, algunos disfrazados de pasión o, incluso, de falsas cualidades, que se alimentan de una vanidad ególatra. También nos hacemos indiferentes a los que hablan utilizando palabras de terceros, que remiten la voz de otros y no la propia. La mayoría de la gente no sabe escuchar porque casi toda su atención está ocupada por su pensamiento y no por lo verdaderamente importante: el Ser de la otra persona debajo de las palabras y de la mente. Como dice Pierre Hadot:

En el diálogo “socrático” la verdadera cuestión que se trata no es “de qué se habla, sino aquel que habla”.

Para acabar, quiero recalcar que escuchar es un arte en el que acogemos a otros en nuestro interior y, por lo tanto, es una expresión sublime de amor. Es un modo de expresar al otro que lo que dice tiene valor, que lo que comunica no cae en el vacío, que tiene interés. Al reconocer esto, el otro se siente aceptado y valorado como persona. Amar es permitir que el otro se manifieste, el deseo de comprender el otro, de acogerlo en su propio sentir, una práctica del respeto, cediéndole el espacio y el tiempo para que se muestre. Y, a medida que nos damos cuenta de que lo que escuchamos no es únicamente la historia de una persona individual, sino la historia de todos nosotros, de la humanidad, se expande una onda expansiva amorosa y una toma de conciencia muy reveladora: el reconocimiento de que la historia de cualquier otra persona también es nuestra historia, aunque nos resulte dura, contraria a nuestros principios e incluso abominable o inaceptable. Esta acción de compartir nuestra verdad implica valentía, por una parte, porque plantea no sólo un cuestionamiento de nuestra propia verdad, sino también que estemos libres de prejuicios en la escucha, para poder interpretar juntos la misma sinfonía que penetra profundamente en la vida, al son de un mismo latido que proviene simultáneamente de todos nosotros. Dejo, estas palabras de Krishnamurti extraídas de su libro Sobre el amor y la soledad, que ilustran a la perfección la relación entre escucha y amor:

Usted ve la belleza de un crepúsculo, los hermosos cerros, las sombras a la luz de la luna. ¿Cómo comparte eso con un amigo? ¿Diciéndole: «mira ese cerro maravilloso»? Puedo decirlo, pero ¿es eso compartir? Cuando de veras comparte algo con otro, significa que ambos deben tener la misma intensidad, al mismo tiempo y en el mismo nivel. De lo contrario no pueden compartir, ¿verdad? Ambos deben tener un interés común, deben encontrarse en el mismo nivel, sentir la misma pasión; si no es así, ¿cómo pueden compartir algo? Pueden compartir un pedazo de pan, pero no es de eso de lo que estamos hablando. Para ver algo juntos, lo cual implica compartir, ambos deben verlo, no concordar o disentir al respecto, sino ver juntos lo que realmente es; no interpretarlo conforme a mi condicionamiento o a su condicionamiento, sino ver ambos, simultáneamente, lo que eso es. Y para ver algo juntos, debemos estar libres para observar, para escuchar. Esto significa no tener prejuicios. Sólo entonces, con esa cualidad del amor, existe el compartir.

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Sobre el pensar y el sentir

Sobre el pensar y el sentir

Mi nuevo artículo: Sobre el pensar y el sentir en la revista Homonosapiens.

Es bien sabido que a lo largo de la historia de la filosofía occidental se ha proporcionado una relevancia desproporcionada al pensamiento respecto a las emociones. Un planteamiento que supone, en la mayoría de ocasiones, un predominio del uso de la razón para la toma de decisiones en el ámbito del obrar, y en nuestra vida, desligado de nuestras emociones. Se ha presupuesto que nuestras emociones nos molestan, nos confunden e interfieren en nuestro propio discernimiento. Sin embargo, y éste es el tema a tratar, existe más que una íntima y necesaria relación entre pensar y sentir, que nos permite vislumbrar que forman parte de una unidad indisoluble a la hora de hablar de la vida buena, en términos de autenticidad, plenitud y de acuerdo con la verdad. El conocimiento no puede surgir de otra fuente que la de nuestro sentir más profundo. Y más bien, me atrevería a decir, que el verdadero conocimiento surge de sentir la vida.

Empecemos, lo primero de todo, matizando qué es “pensar” y “sentir”, para ir desgranando y clarificando después la cuestión de base. Pensar deriva del latín pendeo (“pesar”, “calcular”, “colgar”). Se hace referencia con ello a una báscula mental para “pesar” nuestros argumentos y escoger el que tiene más peso. En consecuencia, pensar es una actividad racional y discursiva. En una acepción más general es cualquier actividad mental incluyendo desear, dudar, querer imaginar, que es la designada por Descartes con el término cogito. Por otra parte, sentir proviene del verbo sentire que se traduce como “percibir”, “discernir por los sentidos”, “escuchar”, que implica tanto la percepción sensible como el pensar. Desde la biología y la psicología se habla de emociones instintivas, naturales y físicas, necesarias para la supervivencia y, además, también de las emociones que son conformadas por nuestra mente y que operan en un ámbito físico y conductual. Sin embargo, estos términos necesitan ser completados, si queremos hablar de la relación existente entre el sentir y el pensar. La filosofía sapiencial señala un sentir vinculado al sentir profundo, que es un sentir que afecta completamente todo nuestro ser, frente a un sentir mediado por el pensamiento. Es decir, sentimos profundamente cuando nos abrimos a la vida tal como se nos presenta y, con ello, nos sumergimos en la totalidad del mundo. Esta idea está en consonancia con una concepción del hombre en la que se subraya la dimensión ontológica de la identidad última del ser humano. Los filósofos antiguos llamaban a esta dimensión nous (“espíritu”, “intelecto” o “conciencia pura”), que se caracterizaba por permitir al ser humano transcender su individualidad y ser Uno con el Todo. Me remito a una cita, que puede ser clarificadora, de Pierre Hadot en La filosofía como forma de vida:

“En términos generales, personalmente tendería a representarme la elección filosófica fundamental, es decir, el esfuerzo a la sabiduría, como una superación del yo parcial y personal, egocéntrico, egoísta, para alcanzar el nivel de un yo superior que ve todas las cosas desde la perspectiva de la universalidad y la totalidad, que toma conciencia de sí mismo como parte del cosmos, que abraza entonces la totalidad de las cosas”.

Los estoicos, desde esta concepción, establecieron una relación entre pensar y sentir, proponiendo una vía de discernimiento para reconocer nuestro auténtico sentir. Éste se constituye por sensaciones naturales como son por ejemplo el hambre y la sed y los sentimientos puros como son, entre muchos otros, la rabia y el dolor. Son reconocibles como tales porque expresan lo que sentimos de forma natural en una situación real y nos permiten alcanzar la serenidad (apatheia) y ser más lúcidos en situaciones adversas. Mientras que las pasionesdefinidas como las perturbaciones del alma– son identificables porque generan un sufrimiento evitable. Son el producto de nuestra mente en la medida que creemos que nuestros juicios acerca de las cosas son reales. Epicteto dice:

Los seres humanos se ven perturbados, no por las cosas, sino por sus opiniones, es decir, por las falsas representaciones que se hacen de las cosas”.

Por ejemplo, es una muestra de sentimiento puro el dolor natural inevitable que siento como ser humano ante el final de una relación sentimental, mientras que una pasión conlleva sufrimiento, esta vez evitable, en tanto que es generado por nosotros mismos cuando pensamos que no somos dignos de ser amados. En este segundo caso, el sufrimiento se basa en un juicio subjetivo erróneo –no en la realidad– que no me deja estar con claridad en el presente y, en consecuencia, me desconecta del dolor natural de pérdida, que es en realidad, lo que me permitiría atravesarlo.

Es importante, por tanto, para poder relacionar íntimamente el pensar con el sentir, que sintamos la conexión con nuestro sentir profundo, porque si no, nuestro pensar adoptará un papel obstaculizador para alcanzar una vida buena. Ahora bien, ¿de qué forma nos desconectamos de nuestro sentir más profundo? Citaré algunos casos. Uno de ellos, es el miedo a sentir, el miedo a mostrarnos, basado en la desconfianza de nuestras propias capacidades. El miedo genera bloqueo, falta de avance de nuestro desarrollo como persona y nos habitúa a actuar desde ese miedo. No somos nosotros los que hablamos, sino nuestro miedo a ser juzgados, valorados o, bien, pasamos a ser la voz que se siente incapaz de gestionar otra vida. Otro caso es el de las personas que sustituyen su sentir por discursos ajenos a su propia vida extraídos de libros, documentos, conferencias, en suma, de lo que dicen otros. Resulta imposible que un discurso de este tipo pueda calar en nosotros cuando no sale de una experiencia que nos haya resonado muy profundamente. La sabiduría no puede concebirse desde otro punto de salida que nuestro sentir vital auténtico, que impregna todo nuestro ser. Un tercer caso es el de la racionalización, cuando pensamos para negar nuestro sentir. Muchas veces, nos damos cuenta de que estamos pensando demasiado, que estamos en un bucle infinito de pensamientos repetitivos. En lugar de entregarnos a la experiencia presente, nos sorprendemos con ese ruido mental, que nos impide disfrutar del paisaje por donde paseamos, de la conversación que mantenemos…, cuando examinamos los pros y contras, buscamos explicaciones, intentamos justificarlo o analizarlo todo. Se trata, en definitiva, de pensar para evitar sentir, sufrir, cuando es realmente no sentir lo que produce sufrimiento. Por último –aunque hay más estrategias para evitar el sentir profundo–, trataré del sentimentalismo, que identifica el sentir intenso como el auténtico sentir. Se buscan emociones intensas que tienden al desbordamiento emocional, y se perciben como inauténticas las que carecen de intensidad. Al contrario de lo que muchos piensan, no es que esa persona “sienta mucho” sino que piensa de forma inadecuada porque cree que sufrir le hace sentirse más potente y vivo. Se aleja de sentir de forma lúcida, responsable y autónoma, y se convierte en un sujeto pasivo a la búsqueda de elementos externos que den sentido a su existencia.

Ahora, llegados a este punto, podemos dilucidar mejor la relación entre el pensar y el sentir. Pensar es sentir profundamente en conexión con lo que soy realmente, en oposición a un discurso aislado de lo que sentimos. Se produce cuando me des-identifico de mis creencias limitadas y estoy realmente presente. Es decir, que para alcanzar una vida plena es inevitable cultivar la atención de nuestro sentir. Sentir por todos nuestros poros de la piel, el mundo, las personas, la vida misma, sin juzgar, analizar, proyectar, ni tampoco estar pendientes de las expectativas, y mucho menos, instalarnos en la búsqueda de resultados. Es dejar que las cosas se me presenten tal como son, es decir sin resistirnos a sentir la vida tal como es. No concibo el pensamiento filosófico –ni cualquier otro– si no surge de lo que sentimos honestamente en el presente. Cuando no caemos en la añoranza de las imágenes del pasado, cuando no generamos constantes proyecciones del futuro; en definitiva, cuando nos empeñamos en mantener vivas películas que solo alimentan la identificación con nuestras ideas y emociones, y refuerzan un ego que reprime mi sentir más auténtico. Por el contrario, así pues, si no partimos de ese sentir, deambulamos sin rumbo, sin sentido, por el mundo. De hecho, perdemos realidad como seres, dado que, cuanto menos sentimos auténticamente, menos reales somos.

Pensar, en definitiva, es un eco, es una prolongación de nuestro sentir más profundo. En palabras de Josep Mª Esquirol en La penúltima bondad, que define a lo seres humanos como seres sintientes que razonamos:

“El sentir es la base de la racionalidad y, por eso, quien no siente será “insensato,” es decir, no razonable”.

Es obvio que podemos pensar sobre la vida, pero no será más que un parloteo vacío y hueco, si no ha emergido desde un diálogo sentido en primera persona, en el que todo mi ser se haya puesto en juego. Y es desde aquí, cuando alcanzamos las cuotas más altas de lucidez, profundidad y objetividad en nuestro pensamiento. ¿Qué aspiración de verdad puede poseer mi pensamiento sobre el sentido de la vida, si no parto de cuál es el sentido que tiene la vida para mí, qué creencias, prejuicios, contradicciones son las que generan resistencia a vivir mi vida estando yo presente? Vivir es sentir que vivimos y no pensar que vivimos. Y este sentir no lo explicamos, sino que lo acogemos, cuidamos, le prestamos atención, y nos lleva a estar más despiertos, a emerger de las sombras de la caverna platónica y a transformar nuestra mirada. Una mirada que se amplía, se torna más honda, intuitiva y lúcida. Recojo, para acabar, esta misma idea a través de las palabras de Mónica Cavallé en El arte de ser:

“Pero el conocimiento al que nos invita la filosofía sapiencial es más amplio y profundo que el conocimiento que nos proporcionan nuestros juicios y argumentos, que las conclusiones que el pensamiento discursivo nos permite alcanzar. Hay un conocimiento que no equivale a poseer ideas y argumentos adecuados, sino al despertar de nuestra sensibilidad profunda: una sensibilidad que a su vez equivale a ser, un ser que es también un mirar”.

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