Sobre la atención

Sobre la atención

Mi nuevo artículo en la revista Homonosapiens: Sobre la atención:

En nuestro trasiego diario, de idas y venidas, en nuestras conversaciones, en las lecturas y en nuestra mirada frecuentemente filtrada por temores, necesidades, deseos y expectativas, ¿a qué prestamos atención? ¿De qué forma lo hacemos? ¿Desde dónde estamos atendiendo a la realidad? Primero de todo, es importante recalcar que la atención es una facultad clave que nos proporciona un matiz sutil de nuestra experiencia en el mundo. La atención, supone, el foco con el que iluminamos nuestro mundo. En cierta manera, a lo que yo atiendo se corresponde el grado de verdad de la realidad que se revela ante mí. Simone Weil escribió en su obra La atención a lo real:

La atención es lo que aprehende la realidad, de tal forma que cuanto mayor es la atención de parte de la mente, mayor es la manifestación del ser del objeto. La atención al dirigirse hacia algo y por lo tanto excluir lo demás, limita o define la realidad.

La filosofía nos invita a ejercitar un cultivo de la atención desde el autoconocimiento porque la cuestión fundamental que late en la dirección, forma y calidad de lo que atendemos es: quién soy yo. Esto es así porque, si no examinamos las creencias y juicios que operan en nuestra vida cotidiana, nuestra mirada atenderá de una forma más prejuiciosa, menos lúcida y profunda. En realidad, todas nuestras creencias constituyen límites para vivir con más verdad y autenticidad. Límites que dirigen nuestra atención en la vida diaria. Por ejemplo, el complaciente atenderá a los gestos, comportamientos y palabras de los otros para complacerlos; el perfeccionista dirigirá su atención a sus propios errores y a los de los demás; el controlador prestará atención a todo lo que sienta como una amenaza…

Es común, por tanto, en el ámbito filosófico y en muchas de las tradiciones espirituales, entender el autoconocimiento como la búsqueda de Sí mismo, de algo que fundamenta y trasciende mis emociones, mis pensamientos y mis acciones. El autoconocimiento es, por tanto, una búsqueda de quiénes somos realmente en esencia. Y esto evidentemente, tiene que ver mucho con el anhelo de verdad. En la filosofía occidental, concretamente, se va prestando atención a diferentes focos para iluminar la verdad que todos buscamos, y ya somos. Incluso, el mismo I. Kant remite a una pregunta última y radical que es la de quiénes somos. En el caso de Sócrates, en la práctica de los diálogos, pretende conseguir una mayor toma de conciencia, mayor verdad, prestando atención a los juicios que operan diariamente en nuestra vida y que suponemos como ciertos, procediendo a cuestionarlos. Platón, en su caso, a través de la atención “contemplativa” a las acciones, objetos y palabras puede llegar a la visión de las ideas en sí mismas y “recordar” quienes somos. Por ejemplo, a partir de la atención a la belleza física de los cuerpos, la contemplación se eleva a la belleza que ya somos. Nietzsche, atiende a todo lo que vaya en contra de la vida, lo que debilita la voluntad de vivir. Cuestiona para ello el status quo, la moralidad y la religión, es decir, desmantela lo que nos aprisiona para poder atender nuestra identidad más profunda y radical. Es uno de los patrones más universales de la filosofía: tomar más conciencia a través de la atención de lo que limita nuestra comprensión. Y eso se consigue atendiendo a esos límites, poniendo luz a la oscuridad (a la ignorancia).

Por otro lado, se cree de forma generalizada que la intención de querer ver algo nuevo, o incluso la autoimposición de querer verlo de manera distinta, puede ser suficiente para transformar nuestra mirada: a qué y cómo lo atendemos. Pero, no se trata simplemente de una técnica, sino de prestar atención con más profundidad y radicalidad. La intención y nuestra voluntad no son suficientes para transformar nuestra mirada, si no partimos de nuestra propia apertura interior, que está íntimamente relacionada con nuestro nivel de conciencia.

La calidad de la atención, por tanto, resulta ser un elemento clave en el cultivo de la atención. Es una disposición que surge del autoconocimiento, que ha depurado nuestra mirada; una disposición al encuentro de la realidad, tal como es. Representa, pues, una práctica necesaria para vivir de acuerdo con la realidad, un deseo de verdad. Es una especie de vaciamiento que permite acoger lo desconocido. ¿Cómo vaciarse? De nuevo, recurro a las palabras de Simone Weil:

La mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella… El pensamiento que se precipita queda lleno de forma prematura y no se encuentra ya disponible para acoger la verdad. La causa es siempre la pretensión de ser activo, de querer buscar.

Evidentemente, como ya hemos sugerido, la atención se puede cultivar o ejercitar. Y el cultivo de la atención tiene que ver mucho con este “vaciamiento”. De bien poco sirve forzar la atención a mirar lo que normalmente pasa desapercibido si no estamos abiertos a su encuentro. Esta apertura va en consonancia con unas creencias y un nivel de conciencia que, muy a menudo, empañan nuestra mirada al mundo. La forma en que atendemos al mundo se corresponde con la forma en la que vivimos la vida. Así pues, es necesario, en muchos casos, realizar una indagación filosófica sobre las creencias latentes que no nos permiten abrirnos a la realidad de una forma más transparente, revelar la verdad del mundo. Cultivar la atención es, también, un ejercicio que permite comprender nuestras resistencias a la hora de atender, para mirar hacia dentro y hacia fuera. Si estamos preocupados, angustiados, enfadados o deprimidos puede darse una relación de apego o de identificación que empaña la relación que tengo con el mundo. Primero, por tanto, nos vaciamos del “ruido interno”, es decir, de los pensamientos, de las preocupaciones, de las distracciones para escuchar la realidad y, luego, aprendemos a contemplarla, atenta y pacientemente, sin prisa, sin interpretar, esperando a que la realidad aparezca y brote como una luz.

En referencia a este cultivo de la atención, existen innumerables aportaciones por parte de las tradiciones filosóficas y espirituales de Occidente y de Oriente. En concreto, tal como indica Pierre Hadot, es necesario ejercitarse espiritualmente para lograr un perfeccionamiento del alma (nuestro modo de ser, ver y estar en el mundo). Los estoicos  daban gran importancia a la ejercitación de la atención (prosoche) sobre sí mismo, una constante vigilancia para evaluar y corregir cómo se está obrando, y esto bajo la guía de ciertos principios, que se formularon de manera sencilla y clara para su aprendizaje y uso inmediato. Una ascesis de la atención que nos lleva a la transformación. Así dice en su obra La ciudadela interior:

Los estoicos propusieron como actitud fundamental en la vida lo que en griego se denomina prosoche, es decir, la atención en todos los instantes de la vida, la concentración en el momento presente, liberado de todos los apegos del pasado y el futuro, orígenes de todas las pasiones vanas y nefastas. Insistieron en el valor infinito del tiempo presente, del “aquí y el ahora”, el único en el que se puede actuar y donde se puede actuar… Sólo el instante presente es creador. Sólo en el “aquí y ahora” podemos disfrutar verdaderamente de la vida, es decir, ser en la verdadera alegría… El instante nos hace tocar la eternidad, la ausencia de temporalidad lineal es el presente eterno.

La atención a lo real tampoco se consigue a través del discurso y del razonamiento. No podemos ver con más profundidad si no buceamos en nuestro interior. Es desde lo más profundo donde emerge lo más claro y lúcido. Y aquí se requiere ese espacio de silencio interior en el que estamos presentes. Una experiencia directa, que no significa lograr una verdad absoluta, sino un contacto transparente con lo que se me presenta, incluso reconociendo los impedimentos y las resistencias a ese atender a la realidad. Y juega un papel imprescindible la honestidad. No mejoramos nuestra atención pensando cómo vemos el mundo, sino estando presentes en el mundo, que es desde donde podemos escuchar lo más profundo de nuestro ser. Estar presente y, por tanto, atentos no puede darse sin un proceso de desidentificación con nuestras propias ideas, que constituyen, el límite de nuestra atención. Contemplemos, aunque nos dé miedo, los límites para ver lo falso como falso, esos razonamientos que limitan la atención, el anhelo del océano de la verdad. Aquí dejo la palabra a Nietzsche, en la Gaya Ciencia:

¡Dejamos atrás la tierra!, cortamos los puentes y ¡subimos a bordo! A partir de este momento, barcaza, ¡presta atención! Cerca de ti se abre el océano. No ruge siempre y a veces como una ilusión bondadosa se extiende como seda y oro. Habrá horas, sin embargo, en que te espante su exclusiva infinitud, cuando aprecies que no hay un final en él. Te sentiste libre como un pájaro y ahora, ¡pobre!, tropiezas con los límites de la celda. Y ahora que no hay «tierras» ¡qué desgracia la tuya si sientes nostalgia por ella como si te diera más libertad!

Vemos que el cultivo de la atención a lo Real no se consigue a través del pensamiento ni mediante nuestra voluntad. Pero, tampoco puede instrumentalizarse, algo que se está dando en las prácticas habituales del mindfulness, como una herramienta para generar bienestar o reducir el estrés. No niego su utilidad y legitimidad en este sentido, pero así se la aparta de lo que realmente es. La atención, en su contexto original, se da como un amor desinteresado al conocimiento de la verdad que somos. Esto constituye un fin en sí mismo, una experiencia de ser y no un medio para sentirnos bien, que nos lleva, por cierto, a fortalecer un “ego” que se identifica con las emociones o con los procesos mentales. Remito a las palabras de Mónica Cavallé en su libro El arte de ser:

La actitud instrumental que busca resultados es estéril cuando no se aproxima a lo profundo; no produce frutos genuinos. Sí los procura el amar la realidad por sí misma, y no porque esperemos obtener de ella un posible provecho personal. Dicho de otro modo, si en la autoindagación solo nos mueve sentirnos bien, superar nuestros miedos, dejar de sufrir, nada profundo se nos revelará, porque la verdad solo se entrega a quien la busca por sí misma, no por los beneficios que comporta. Quien ama la realidad deja lo falso porque es falso, y no con el fin de no sufrir, es decir, sin subordinar ese acto a nada distinto de sí mismo. Ve ciertas cosas porque ver es nuestro estado natural, y no con algún otro objetivo. La conciencia testimonial no es una técnica ni un truco psicológico.

Por último, la atención que se dirige a la verdad, tal como es, está relacionada con el amor, con el reconocimiento y con el acogimiento de todo lo que se presenta. Hay un amor implícito en el anhelo de buscar la verdad, en vivir con más profundidad y radicalidad. En este amor, los demás y el mundo no quedan excluidos, porque vivimos desde lo que nos une. La atención va de la mano de algo que nos vuelve más comprensivos y, ese algo, es la disipación de la ignorancia, las celdas a las que se refería Platón en el mito de la caverna. Esto es lo que disipa la separatividad entre nosotros, porque cuanto más nos comprendemos a nosotros mismos, mejor comprendemos a los otros. Lo que miramos, cuanto más lo miramos tal como es, sin expectativas ni exigencias, más lo queremos. Nietzsche, en este bello fragmento de Así habló Zaratustra nos invita a atender a nuestros demonios para trascenderlos, “volar” y ser sujetos activos y creadores de nuestra vida.

Y cuando vi a mi demonio, lo encontré serio, grave, profundo y solemne. Era el espíritu de la gravedad. Todas las cosas caen por su causa.

Es con la risa y no con la cólera como se mata.

¡Adelante, matemos al espíritu de la gravedad! He aprendido a andar: desde entonces me abandono a correr. He aprendido a volar: desde entonces no espero a que me empujen para cambiar de sitio.

Ahora soy ligero. Ahora vuelo. Ahora me veo por debajo de mí. Ahora un dios baila en mí.

Sobre la gratitud

Un artículo que he publicado en Homonosapiens que se titula: Sobre la gratitud.

Nuestros padres nos han enseñado desde muy pequeños que es de buena educación dar las gracias y es de mala educación el no hacerlo. Con ello me estoy refiriendo a una educación que está vinculada a la obediencia, al deber, a lo correcto. Pero, más allá de una educación meramente formal, que considero necesaria en cuanto propicia una mejor convivencia, se da otra acepción de la gratitud desde una dimensión más profunda y radical en nuestra existencia, que es lo que trataré de hilvanar a continuación, y que no pretende, en absoluto, substituir o negar la anterior, sino nutrirla y enriquecerla.

Primero de todo, quiero recalcar que una de las cuestiones que más me ha dado que pensar, en mi trabajo de autoconocimiento, ha sido el de la gratitud, y es en el que he intentado -e intento- poner más luz. Partiré, pues, de mi singular experiencia para profundizar más en la cuestión. Recibí una educación en la que me dijeron que dar las gracias suponía deber algo a alguien o, en caso contrario, que me debían algo si me las daban a mí. Y, aunque, es cierto que prefería que me debieran antes de deber yo algo, pude vislumbrar que, en realidad, la gratitud tiene que ver mucho con el amor. En este caso el amor es colocarse de alguna manera en la posición del dar, pero no de un dar que espera algo, que exige algo, sino de un dar incondicional y que se “abre” también al otro: “no hay un dar sin recibir”. La gratitud, pues, parte de ese querer sin condiciones, expectativas y exigencias. La gratitud, por tanto, tiene que ver con el amor, con el amor que soy, que somos, con la unidad con el Todo. Jäger Wiligis en su obra Sobre el amor nos dice:

Más bien (el amor) intenta hacer accesible un territorio para la unión íntima, que supere ampliamente el «Yo te amo» y el «Tú me amas». Se trata del terreno de la unidad con todos y con cada uno. Supera la visión antropocéntrica del mundo y nuestro egocentrismo. Coloca en el foco de atención las verdades de fondo y hace que sean accesibles nuestros lazos con las causas más profundas de nuestro ser. Aquí no se experimenta el yo como algo separado de todo lo demás, sino como una ola del océano.

En el acto de agradecer más genuino se da, pues, un reconocimiento de algo. Recibimos lo que se nos da, o se nos presenta, como algo valioso y, a la vez, expresamos ese reconocimiento de forma íntima y/o verbal. Y, ahí viene uno de mis campos de batalla más encarnizados: ¿cómo voy a reconocer esos actos que resultan dolorosos, injustos o aberrantes? Y, haciendo referencia en nuestro contexto actual al coronavirus, ¿cómo vamos a agradecer que amenace un virus nuestra vida y nuestra estabilidad económica? De primeras, resulta de poco sentido común e ilógico agradecer lo que aparentemente nos daña; aunque es bien sabido, que el sentido común y la lógica no siempre van de la mano de la verdad más profunda y radical. Se acepta, de forma generalizada, por tanto, una creencia basada en que es de agradecer lo «positivo» y lo «agradable», pero no lo que sentimos que nos «pesa» o limita. Normalmente, se entiende como algo que nos aleja de la vida buena, y que emerge de concepciones simplistas de la felicidad, que no atienden a abrirse a todas las dimensiones de la vida. Sin embargo, no hay alegría sin transitar la tristeza de momentos dolorosos, ni tampoco haber aprendido de las dificultades. Y eso es, cuando ocurre evidentemente, es de agradecer, porque comporta más comprensión y, por tanto, más verdad. Nietzsche, en la Gaya ciencia nos da un buena lección de ello:

Vivir: esto significa para nosotros transformar constantemente en luz y llama todo lo que somos, también todo lo que nos afecta, y no podemos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo que concierne a la enfermedad, ¿no estaríamos casi tentados de preguntar si podemos siquiera prescindir de ella? Sólo el gran dolor es el liberador último del espíritu… Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que somos quemados como madera verde, por así decir, nos fuerza a nosotros filósofos a descender a nuestra última profundidad y a despojarnos de toda la confianza, de toda la placidez, de todos los velos, de la gentileza y la mezquindad en  las que tal vez hemos instalado nuestra humanidad. No estoy seguro si el dolor nos «mejora», pero sé que nos vuelve más profundos.

El agradecimiento desde la filosofía sapiencial está íntimamente unido con “vivirnos” desde nuestra identidad última y más profunda, que no es más que nuestra capacidad de amar, comprender y crear, cualidades esenciales del ser humano. Desde este lugar es desde donde podemos hacer posible un cambio de mirada para poder ejercitarnos en el agradecimiento más profundo: en contemplar como la Vida se manifiesta a través de nosotros. Se nos hace evidente que no tan solo nos conforma lo que nos conmueve y nos alegra, sino también lo que nos entristece y nos da miedo. En todo ello se encuentra la posibilidad de profundizar y ahondar en la realidad del ser humano, que es, esencialmente, la misma en todos los seres humanos. Y en ese reconocimiento profundo de quiénes somos es donde se nos hace evidente que la Vida nos posee y se manifiesta a través de nosotros. Agradecer íntimamente esto es todo un ejercicio vital que nos remite a la vida buena.

La mejor expresión de nosotros viene, por tanto, a través del reconocimiento esencial de quiénes somos y, de ahí surge el agradecimiento más profundo y genuino. No en vano, se difundió en los clásicos, entre ellos a Sócrates, la práctica del autoconocimiento con el objetivo de ahondar en el conocimiento de la realidad humana. Esa ingente tarea de muchos pensadores, para dar más luz a nuestra conciencia, es también otro motivo de agradecimiento, ya que nos muestra la idea de que en nuestro interior se halla la chispa que nos trasciende y que también nos alimenta. Recordando a Pierre Hadot: “a través de la introspección accedemos a la Universalidad del pensamiento del Todo”.  ¿Quién soy yo? Soy anhelo y deseo de verdad y, en esa verdad, reside la evidencia de que soy con los otros y con el mundo que me sostiene. Para agradecer, pues, es necesario abrir bien los ojos. Es aquí donde radica la actitud filosófica de un saber vinculado a un “despertar”. Miremos, pues, el mundo con esos ojos, “que nos permitan dotar de alas nuestras almas”.  Tal como dice Filón:

Quienes practican la sabiduría están en excelente disposición para contemplar la naturaleza y todo lo que ella contiene; observan la tierra, el mar, el aire y el cielo con todos sus moradores; gozan pensando en la luna, en el sol, en los demás astros, errantes y fijos, en sus evoluciones y si bien a causa del cuerpo están atados aquí abajo, a la tierra, dotan de alas a sus almas a fin de avanzar entre el éter y contemplar las potencias que allá habitan, como conviene a verdaderos ciudadanos del mundo. Rebosantes de este modo de una perfecta excelencia, acostumbrados a no tomar en consideración los males del cuerpo ni las cosas exteriores […] se entiende que tales hombres, en los goces de sus virtudes, pueden convertir su vida entera en una fiesta.

Sobre la confusión y la claridad

Sobre la confusión y la claridadSe trata de mi primer artículo en la revista Homonosapiens. Me hace una ilusión enorme compartirla. El enlace original está aquí.
La filosofía ha otorgado, desde el inicio de su andadura, un papel clave y constitutivo a la duda, a la que considera imprescindible en la búsqueda de la verdad y de la claridad. Sócrates proclama cuál es la actitud filosófica a través de sus célebres palabras: “Sólo sé que no sé nada“. La filosofía, desde entonces, ha insistido siempre, hasta la saciedad, en que el verdadero conocimiento no puede darse sin el cuestionamiento, la duda, la sospecha de que lo que sabemos, posiblemente, no es tan cierto como creemos.
Sin embargo, en el ámbito de la vida cotidiana, se tiende a creer que la situación ideal en nuestras vidas es la posesión de la certeza. Consideramos que lo más conveniente es ir por la vida con “las cosas bien claras“. Es lo que podemos llamar el mito de la falsa claridad, que sintoniza con una melodía bastante común: el desprestigio de la duda y el apego a la posesión de una “verdad”, que se manifiesta en respuestas reduccionistas, tipo “sí” o “no”, sin muchos más matices. En este caso, creemos que permanecer confusos, dubitativos ante una situación, por ejemplo, cuando nos decimos a nosotros mismos “no sé qué hacer”, “no sé qué siento realmente”…, esto se relaciona de forma inmediata con algo que debemos evitar y solucionar rápidamente, ya que sería la causa principal de nuestro más profundo malestar existencial. Lo sentimos como esa piedra que se introduce en nuestro zapato, cuando caminamos y nos incomoda, porque creemos que, al detenernos para quitarla, estamos perdiendo el tiempo. Nos molestan las piedras en el camino, cuando las vemos como obstáculos para nuestros objetivos. En cambio, cuando las percibimos como parte de nuestro proceso para ser más reales, comprendemos que resulta necesario a menudo detenernos, pararnos a meditar, en definitiva, cuidar del estado de nuestros zapatos, prestar más atención a nuestros pasos, pues son los que van forjando el mismo camino que transito.
No obstante, tendemos a detenernos más bien poco, a prestar poca atención a nuestra confusión. Surge en nosotros, en muchas ocasiones, esa “prisa” por solucionar o disipar tal estado de duda, que consideramos nefasto y generador de malestar, cuando es precisamente la prisa, y no la confusión, la que nos sumerge en ese estado. Otra respuesta común a esta creencia limitada, considerando a la duda como algo que no es bueno, que es fuente de nuestros pesares, es la de creer que no disponemos de los recursos ni del potencial necesario para superar un determinado estado de confusión, porque no somos lo suficientemente capaces o inteligentes para escoger la alternativa más adecuada, en esa encrucijada de caminos en que nos encontramos. Otras veces podemos pensar que la duda no puede clarificarse en este preciso momento. Entendemos, entonces, que es mejor esperar a que se resuelva sola, porque no depende de mí su resolución. Así ocurre cuando esperamos que el mundo sea mejor, que lleguen las circunstancias idóneas, las personas ideales… Nuestra responsabilidad se diluye en una actitud pasiva y reactiva. Por lo tanto, mi acción y mi potencia se esconden tras una máscara de víctima de las circunstancias, y se convierten en objeto, en marioneta bajo unos designios que no dependen de mí, sino de la suerte, el destino, el azar…
Pararnos a pensar sobre lo que es mejor para nosotros mismos es una actitud sana que defiende la filosofía. Los estoicos establecieron que la virtud es actuar de acuerdo con la naturaleza que, en el caso del ser humano, consiste en actuar de acuerdo a la razón (logos), entendiéndola como el orden universal, del cual nosotros formamos parte. Este desarrollo se realiza sin prisas, sin esforzarnos en ser algo, sino simplemente siendo. Surge de forma espontánea y natural cuando nos exponemos “desnudos” ante el mundo. Sin embargo, ¿qué sucede cuando no tenemos ninguna prisa, pero el no actuar se convierte en un hábito que sea un modo de evasión de nuestro verdadero sentir? Veamos dos ejemplos de este tipo de reacción, que esconde en la mayoría de los casos un miedo a equivocarse. El primero, aquel que relacionamos con una actitud instalada en la duda constante, una actitud que no constituye, por lo tanto, un avance hacia la clarificación, sino más bien, una actitud ante la vida que procede de una desconexión con nuestro ser. Frecuentemente, viene acompañada de un bloqueo en el ámbito de la acción. Si la duda, nuestra actitud escéptica ante la vida, es radical, fruto de creencias o juicios limitados, nos vemos bloqueados en el ámbito de las acciones. Si el ser no se aúna en un mismo movimiento con el hacer, no podemos avanzar ni crecer. En cuanto al segundo ejemplo, también hemos de sospechar de la duda entendida como un método para llegar a la certeza, al modo cartesiano. Dentro de esta postura, adoptamos una actitud de desconfianza ante todo lo que nos envuelve. Todo lo que no se presente clara y distintamente ha de ser eliminado, para quedarnos solamente con lo que es indudablemente cierto. Este apego por la certeza, desde un sujeto que se piensa a sí mismo como objeto, no permite, según la filosofía sapiencial, conectar con nuestra propia realidad, a la que se accede justamente prestando más atención a la duda y a la confusión, como clave de nuestro propio discernimiento. Mis dudas me enfrentan a mis propios límites, y mis límites constituyen mi propia luz. Consiste, pues, en una penetración hacia nuestro interior que no se basa en pensar en el Ser, sino que se trata de “experienciar” el Ser.
Sin embargo, ¿por qué nos incomoda tanto la confusión y la duda? Tenemos, como he dicho anteriormente, una concepción limitada de este estado cuando pensamos que nos genera sufrimiento. Nos aferramos a la claridad, queremos tener las cosas claras y nos incomoda terriblemente no tenerlas. No reflexionamos que, a veces, ese apego a la claridad, es más bien una muestra de estancamiento, de falta de avance. ¿Cuántas veces hemos esquivado el escuchar la confusión, y fijamos nuestra mirada en un lugar “seguro” para evitar la sensación de miedo, angustia, incertidumbre, inseguridad, incapacidad…? Ocurre cuando continuamos con un trabajo o con una relación insatisfactoria, nos instalamos en la resignación, o en la evitación de la escucha, y dejamos de prestar atención a nuestras mismas dudas. Nos volvemos pasivos y, por tanto, débiles. En este caso, ese resignado “sí ”, o ese “ahora no quiero sentir”, es una muestra de “falsa claridad”. Parece que está claro aquello que en cierta medida no es cuestionado, cuando más bien se trata de una señal inequívoca de algo que no queremos ver con claridad, porque esa indagación nos mostraría los temores más profundos, a los que no nos queremos enfrentar. La confusión quiere decirte: “Préstame atención y escúchame, porque hay algo que necesitas cambiar en tu vida”.
Así pues, la confusión y la duda no representan ningún retroceso, un proceso que hemos de evitar o que hemos de solucionar lo más rápidamente posible. La confusión surge cuando algo se remueve en nuestro interior y pide espacio en nuestra vida. Muestra un hábito, una creencia, una situación que está disminuyendo mi alegría, pero que está siendo una ventana abierta a la posibilidad de ser más reales. La duda y la confusión nos piden exploración e indagación de nuevas posibilidades, nos invitan a abandonar un estado o situación insatisfactoria, que va en contra –haciendo referencia a Spinoza– del impulso actualizador que constituye la esencia de cada uno, del “conatus”, del “esfuerzo por perseverar en nuestro ser”, por aumentar la fuerza de vivir o experimentar pasiones alegres. La claridad, como afirma Nietzsche –siguiendo a Spinoza– no se corresponde, pues, con un concepto ni con una idea, sino con una “intensidad” que se expresa en la voluntad de poder, no en la “voluntad de verdad”. La duda es una posibilidad de cuestionar nuestras creencias limitadas y de indagar en el conocimiento de uno mismo. Nos hace más libres, pues nos permite indagar, cuestionar, comprender y transformar nuestros juicios limitados. ¿Cómo podemos ser más reales sin una mirada más nítida a quiénes somos? Es, por tanto, un camino hacia la verdad, entendida como aletheia, desocultamiento o desvelamiento de quiénes somos realmente. La duda representa el camino más claro. No aceptar un estado de duda o confusión como un estado en el que estamos situados en un momento concreto, es negar la claridad misma del instante en el que vivimos, y disminuir nuestro grado de presencia en el mundo. La aceptación de nuestra confusión significa avanzar hacia la claridad, puesto que en nuestra propia confusión reside nuestra claridad.
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